El debate sobre la utilidad hoy de las autonomías está muy distorsionado por el victimismo y la actitud de los nacionalismos ultramontanos, particularmente catalanes y vascos, dispuestos a violentar la ley para resquebrajar el sistema y abrir la brecha secesionista. El autogobierno sigue sin encandilar a los asturianos. Más de la mitad no se siente implicada en la vida de la autonomía y mantiene una actitud inhibida o poco definida hacia sus instituciones. Con el estallido de la crisis, hay un giro radical de la opinión pública regional que no se da en ninguna otra comunidad del país: las valoraciones negativas del estado autonómico superan por primera vez en 2008 a las positivas, según los barómetros del CIS. El problema no está en mantener la norma estatutaria o reformarla, un dilema cíclico, según los vaivenes en la composición de la Junta, y falso, aunque todas las disposiciones sean siempre susceptibles de perfeccionarse. El problema está en el escaso convencimiento que existe en la sociedad respecto a ofrecer respuestas acertadas desde Asturias a la dificultad cotidiana.

Los dirigentes no han hecho un uso plenamente eficiente del autogobierno. No han obtenido el máximo rendimiento posible de una Administración descentralizada ni explicado convenientemente sus ventajas. Han cosechado logros: la gestión de la sanidad y la educación satisface en general a los usuarios, determinan las encuestas. No ocurre igual en el campo económico. Aunque aquí los instrumentos de actuación sean limitados, el céntimo sanitario, el impuesto de sucesiones, eliminar trabas a las empresas, allanar el camino a los emprendedores, invertir bien los fondos mineros o los comunitarios sí depende del Gobierno asturiano. De poco sirve reclamar ayuda a Madrid o Bruselas para luego malgastarla.

Decantarse por unas opciones u otras incide de manera directa en la actividad. Las familias a las que les emigran los hijos formados, cuentan con miembros apalancados en el paro y ven a Asturias a la cola de las estadísticas un mes tras otro hacen corresponsable de sus penurias a la Administración que tienen al lado. El Principado no ha conseguido dinamizar la economía. Otros ejecutivos, sí.

Los primeros momentos, los de la construcción de la autonomía, fueron de efervescencia, de frenética novedad. Pasada esa etapa, los sucesivos gobiernos no han hecho apenas innovaciones, aclimatándose a la inercia. La región no logró la estabilidad ni con mayorías absolutas. Los asturianos han soportado de sus políticos todo tipo de perrerías, aderezadas con un guiso de crisis permanente, una mezcla letal. La desconexión con la realidad, cada bancada preocupada por lo suyo antes que por el bienestar común, ya empezó con el "pacto de la Jirafa", en 1987, y la presidencia de la Junta para la derecha en una Cámara de izquierdas. Los socialistas, del susto, acabaron arrojándose a los brazos de los comunistas e idearon la concertación para aplacar tensiones. El invento dura hasta nuestros días. Luego vendrían el ridículo del "Petromocho", el estrambote de los conservadores a palos cociéndose en su propia salsa, las "clara demanda social", la guerra de guerristas y renovadores de la nada, el asalto a la Caja, los oportunistas que querían que los sacaran a bailar, la corrupción, un consejero en la cárcel, los populismos trepadores.., circunstancias que no hicieron otra cosa que deteriorar la confianza de la gente en el hecho autonómico y sus representantes y abonar el pesimismo.

Asturias necesita implantar una cultura política distinta, pasar de una estrategia de choque a otra de asunción de responsabilidades. Las nuevas formaciones no han traído el cambio. Incluso agravaron los males de las veteranas. Envejecieron en un suspiro porque sus mentores crecieron inspirados por las mismas tácticas parlamentarias que los cabecillas clásicos. Los partidos, anquilosados, inadaptados en sus modos internos, liderazgo y discurso a los tiempos modernos, siguen actuando como organizaciones de combate que buscan la connivencia del simpatizante sólo para arrollar al contrario. En las naciones democráticas avanzadas, la política supone implicación cívica y rendición de cuentas: una ciudadanía participativa exigiendo a través de sus asociaciones y de las instituciones objetivos concretos argumentados, y unos gobernantes haciéndose dueños a todos los efectos de las decisiones y razonándolas. El salto implica algo más que colgar datos incomprobables en una web o publicar tuits.

La Variante, la defensa de la industria o la desestacionalización del turismo fueron asuntos capitales del primer debate para la elección del presidente regional. Ya llovió. Seguimos anclados a ese bucle. La Asturias de hoy guarda poco parecido con la de 1983, pero muchas de sus grandes transformaciones llegaron impulsadas a la fuerza desde el exterior: por la entrada en la UE y la globalización. Progresar hacia una Administración autonómica verdaderamente eficaz supone dejar atrás el clientelismo y los llantos lastimeros para justificar la indolencia. En estos 35 años, la clase política olvidó asumir y transmitir que enderezar el rumbo depende de nuestros propios esfuerzos. Lo estamos pagando con creces. La efeméride invita a reflexionar sobre ello.

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