No hace falta enriquecerse personalmente para incurrir en corrupción política. La sentencia del "caso Marea" establece que la responsabilidad de un gobernante es también evitar que lo hagan, por consentimiento o abuso de confianza, subordinados cegados por la avaricia, funcionarios entregados al pillaje o empresarios extractivos. Un cargo público debe aplicar escrupulosamente los procedimientos y extremar la vigilancia. A unos les parecerá coherente el fallo a tenor de los hechos probados. A otros, excesivamente benévolo y frustrante por no ir más allá. No es éste el marco para evaluar la proporción o desproporción de las penas, pero sí para extraer conclusiones. Una situación tan bochornosa no puede volver a repetirse.

Lo primero que evidencia lo que acaban de dictaminar los magistrados es la facilidad con la que en las administraciones se confunde lo público con lo privado. La confianza, la amistad, la complicidad, las rutinas diluyen la línea que distingue ambos conceptos y garantiza el empleo eficiente y correcto del erario. Esta confusión siempre deriva, como poco, en arbitrariedad y mala praxis. La frontera es legal, pero también moral, e infranqueable sin excepciones para evitar las injusticias. Aquí continuamos saltándola, aunque desde la crisis de desafección cada vez menos, por cierto arraigo todavía de la tradición picaresca y por la falta de hábitos democráticos de calidad.

El listo, el que defrauda al Fisco, el que prolonga una baja con una enfermedad fantasma, el que consigue un enchufe, no recibe sanción social alguna, sino hasta reconocimiento por su habilidad para desenvolverse. Muchas veces los argumentos emocionales priman sobre los jurídicos a la hora de aplicar las normas. Sin ir más lejos en casos mediáticos recientes, algo impensable en otros países citados a menudo como modelo. Suecia va a deportar a una refugiada afgana de 106 años en situación ilegal porque "la edad elevada no constituye en sí misma motivo para justificar el asilo". En la mentalidad nórdica, cumplir con lo establecido se sitúa culturalmente por encima de la compasión. Ahí radica la diferencia.

Que el Gobierno del Principado salga mejor parado de lo que esperaba y que el tribunal no acredite el caos alegado por las defensas para amparar el descontrol no significa que el aparato administrativo de la autonomía vaya como la seda. Precisa un remozado. La reparación de una gotera en un colegio o el arreglo de la techumbre de un patio destruido por un vendaval exigen respuesta inmediata sin que para ejecutarla haya que vulnerar la competencia o abrir intrincados e interminables procesos. Al destaparse la trama de "Marea", los funcionarios, para no pillarse los dedos, recurrieron instintivamente al rigorismo, enlenteciendo las tramitaciones. La burocracia exige sus tiempos, aunque prudencia no significa parálisis.

Tampoco conviene olvidarse de que el principal caso de corrupción de Asturias lo destapó una particular, como adelantó LA NUEVA ESPAÑA. Sin la rectitud de esta ciudadana gijonesa al ver usurpado su nombre, probablemente jamás habríamos sabido del contubernio. Cada papel pasa por firmas sucesivas, desde la escala básica al Consejero, y existen formalmente múltiples controles, pero ninguno saltó, constatando las facilidades para vulnerarlos en la práctica. Y, el colmo del oprobio, a la maquinadora de este expolio a los asturianos en su provecho, detenida, apartada y ahora condenada, hubo que seguir pagándole durante siete años un salario mensual de 1.200 euros como empleada pública. Aunque quepa reclamar la devolución, ¿cómo permanecen vigentes pautas tan garantistas en las que los derechos laborales priman sobre el latrocinio?

Hay que valorar y respetar la independencia y profesionalidad de la función pública. En la promoción de los cuerpos técnicos la fidelidad sustituye con demasiada frecuencia a la capacidad. Lo vemos cada mandato en el arranque de los nuevos gobiernos, el central, los autonómicos o los municipales. La prioridad de los que llegan es eludir a los empleados incómodos, que ponen trabas, aunque estén justificadas, a los planes de los políticos. O no se les hace caso, o directamente se los aparta. Tampoco se trata de llenar los estantes de los bufetes con reglamentos y normas. Sobreabundan, padecemos inflación jurídica. Los españoles creen que todo lo solucionan con reglas para luego cumplir las justas porque a cada colectivo o grupo de presión únicamente le valen las diseñadas a la medida de sus intereses, ya sea para adjudicar contratos o para proclamar la independencia. Un auténtico disparate.

Lo que hace falta es creer en la separación de poderes y que rijan con precisión los contrapesos y las leyes que ya existen. Que lo que digan secretarios, interventores, letrados mayores, la Sindicatura de Cuentas... no deje indiferente a nadie, y sus avisos y denuncias tengan consecuencias. Siempre existirán delincuentes que intentarán asaltar las arcas. Pero con un cambio de mentalidad y nuevas sentencias como la del "caso Marea", aunque lleguen tan tarde, les resultará más complicado consumar sus ilícitos objetivos.