Los juglares -también sobre ellos se abate la crisis- no tienen locales donde actuar y han vuelto a la calle, como en tiempos medievales. A uno de ellos, José Luis Pardo, ave de paso que viene desde Móstoles, arrullada por los vientos y regida por las leyes equinocciales, le hemos visto, una temporada más, en bares y terrazas, repartiendo sin descanso canciones a cambio de la voluntad de un público indiferente y desperrado.

A diferencia de este correcaminos madrileño, los que le precedieron en los años de la transición eran más noctámbulos -no sé si más golfos- y hacían su trabajo bajo techo y previo contrato temporal. Hubo veranos que coincidían aquí (hablo de finales de los años setenta) hasta tres cantautores: Niti Colsa, Jerónimo Granda y Rafael Amor. Probablemente, nunca tuvimos los llaniscos -ni antes ni después- una oferta de tanto valor artístico como la que representaba esa terna de voces. Niti Colsa era el más nuestro, el más cercano; actuaba en el pub El Capuchino de Barro y ofrecía un repertorio de canciones propias -Niti es el autor que más obras compuso dedicadas a Llanes- y baladas cosmopolitas, y se acompañaba de Manolín, «el Monaguillu», que contaba chistes en los intermedios («era una vaca tan delgada, tan delgada, tan delgada, tan delgada, que en vez de leche daba pena»); Jerónimo Granda, entonces una estrella emergente, animaba el escenario de La Cueva de Villahormes con un discurso ligeramente transgresor que le convirtió a nuestros ojos, desde el primer día, en un autor de culto; y Rafael Amor, exiliado argentino, combinaba en el Sablon's romanticismo de guitarra y soledad con la canción protesta, errante y apátrida.

Aquellos lugares -lo mismo el de Niti que el de Jerónimo o el de Rafael- hacían propicios los amoríos estivales. Estaba claro que allí se podía hablar y escuchar buena música y bailar a lo agarrao los éxitos de Becaud, Aznavour y Adamo, y en la playa, bajo las lunas de julio y agosto, era posible establecer relaciones diplomáticas con mozas germanas y holandesas dispuestas a espabilarnos, quitarnos de encima la inocencia y descubrirnos la letra menuda del Tratado de Roma, que nos pillaba todavía tan lejos.

Su trabajo en el pub no impedía a los cantantes atender otros bolos esporádicos. El caballeroso y ceremonioso Jerónimo Granda actuó una vez en la verbena de la Vega de la Portilla. Había gente para dar y tomar, y al pie del quiosco se le había situado estratégicamente la simpática Cionina, una de las llaniscas más representativas de la segunda mitad del siglo XX. A cada canción que terminaba Granda, saltaba Cionina como un resorte: «Tócanos los pajaritos», decía (en alusión a «Los pajaritos», una canción muy popular entonces), y Jerónimo hacía como que no la oía. Él cantaba y monologaba, pero en cuanto concluía una pieza, ¡zas!, allí se agitaba de nuevo Cionina, que aplaudía muy entusiasmada: «¡Los pajaritos! ¡Que toque los pajaritos!», decía. «¡Tócanos los pajaritos, hombre!», insistía, así varias veces, hasta que aburrió por completo al artista. Granda estaba que no podía más. Se le inflaron los mismísimos y su vozarrón retumbó por los altavoces: «¿Qué coño quier, paisana, que no calla? ¡Que ya no está usted pa que i-toquen el pajarito, rediez!».