A los llaniscos nunca nos ha faltado buen ojo a la hora de escoger lugares de encuentro en Oviedo. Durante la II República, el restaurante-sidrería de Sebas (calle Melquíades Álvarez, 20), de cuyo nombre ya no se acuerda ni Carmen Ruiz-Tilve, atraía a proletarios ligeramente aburguesados y galanes de pueblo, que se desplazaban en tren de vía estrecha a la capital para ventilar papeleo y explorar el terreno a lo largo y a lo ancho. Sebas era una oportunidad de cosmopolitismo y un puerto de refugio en medio de la hipertensión urbanita (era, además, el hombre que había abierto el primer puticlub de Llanes, ubicado en lo que actualmente es el aparcamiento del hotel Montemar).

Después de la guerra, dos de los bares de más apego para los llaniscos fueron El Sol y La Alameda. El patrón de El Sol, en General Elorza, era José Pérez Zaragoza, antiguo camarero del Venecia y del Pinín (centros neurálgicos del Llanes de siempre); el halladizo local tenía la impronta de esos establecimientos que salen en las películas norteamericanas en blanco y negro, sobrevolados por un ferrocarril metropolitano (en este caso, por el Vasco, cuya vía atravesaba aéreamente el asfalto, en un tránsito breve, ruidoso y fantasmagórico). En cuanto a La Alameda, era una cafetería regentada por Ricardín Muñiz Verdayes («el Pitu») y Ramón Mendoza García en la calle Santa Susana, entre fragancias de fina repostería y café exprés. Ese mundo referencial del Oviedo llanisco desapareció hace más de treinta años, igual que la osa «Petra», cautiva en el Campo San Francisco y testimonio del ruralismo perdido, a la que los críos llevábamos barquillos, y hoy ocupan su lugar establecimientos en los que no sería raro darse de bruces con Woody Allen. En uno de los nuevos sitios de moda trabaja Tejerina.

Tejerina (José Manuel Tejerina Lorenzo), que había iniciado su tute profesional en plena adolescencia, lleva ya en el oficio 45 años y tiene muy claro el papel que le ha tocado jugar en la vida: «Soy transportista de comidas y bebidas, que eso es lo que es un camarero», afirma con la jerarquía incontestable de un furriel. Ha cumplido 60 abriles, y los últimos 25 han transcurrido para él unidos al destino del prestigioso restaurante El Tizón, en la calle Caveda. Con el peinado impecable y entintado, Tejerina se mueve como un artista en un espacio a todas luces artístico. En las paredes, óleos de María Antonia Díaz Suárez; en la cocina, fragores a fuego lento. Y al frente de todo, dirigiendo la afinada orquesta de camareros y cocineros, José Manuel Gómez Rodríguez, Pepe el de Tineo, el hombre que puso en marcha El Tizón en 1985.

-«¡Cuántu me presta estar en esti sitiu, Tejerina!», decía el otro día uno de Llanes.

-«Será a usted, que a mí de prestarme nada», le responde el camarero con lacónico pragmatismo (se ve que hay confianza y cordialidad), mientras, un poco más allá, un grupo de políticos conspira y cuchichea alrededor de un arroz con almejas, probablemente haciendo suya aquella útil recomendación de Maquiavelo: «Hay que ser como las zorras para conocer las trampas, y como los leones para destrozar a los lobos». A saber de qué estarían hablando.

-«Dame un pitu, Tejerina, haz el favor, que hace ya dos meses que dejé el tabacu?», dice otro cliente.

-«Lo que dejó usted es de comprarlo, querido amigo», apunta el camarero, siempre con la frase justa, al tiempo que pone elegantemente su cajetilla de rubio sobre la mesa.