Recibo una carta de un entrañable amigo olivarero de Córdoba (conservador confeso y honesto, muy aficionado a escudriñar en los arrabales de la sociopolítica y paladar fino para las peculiaridades de la fauna humana) y me dice, entre otras cosas, lo siguiente: «Estoy siguiendo con bastante interés el fenómeno de Álvarez-Cascos, en el que aprecio una gran dosis de apetencias personales con componentes de realidad política y aspectos de psicología social y movilización de masas». Después, dando por hecho que yo conoceré algo más del asunto o incluso a algunos de sus protagonistas (al menos los locales), me pide mi opinión y que le «abra los ojos» sobre el tema. Casi nada. También se sorprende de que reciba un tratamiento tan distinto en los periódicos asturianos -que sigue por internet-; pero si difícil se me hace entender el meollo de la cuestión en sí, aún más insondables se me antojan las motivaciones, métodos y perspectivas de los medios regionales, cada uno de ellos sumamente peculiar y autosuficiente.

Confieso no entender bien el «fenómeno Cascos», como en su día no entendí bien el «fenómeno Marqués», un espejo en el que deberían mirarse quienes se embarquen ahora en una operación tan parecida a aquélla. Parecida es en el origen -una cuestión básicamente personal de D. Francisco, una rabieta- y en los objetivos, como es el de presentarse a las elecciones para competir por el mismo caladero de votos, en perjuicio evidente de las perspectivas de un gobierno liberal-conservador del llamado «centro-derecha». (Aunque, todo sea dicho, esas etiquetas cada día tienen menos sustancia de contenido, ya que a estas alturas nadie me parece tan «conservador» como el socialismo asturiano, anclado en sus poltronas, inercias y vicios -y ahora corrupciones- desde que ocuparon el poder). Y en el fondo del preclaro espejo de la URAS de Sergio Marqués, hoy marginal y extraparlamentaria, quien sepa mirar puede llegar a ver un avance del futuro marginal que acecha a los proyectos nacidos de un desplante, de un personalismo, de un calentón. ¿Qué puede pasar, me pregunto, si por alguna razón -enfermedad, cansancio, espantada, lo que sea- les falla la única viga (D. Francisco) en la que descansa el edificio? Y por otra parte, ¿el «jovellanismo», caducado ya en vida del propio Jovellanos y claramente superado por los liberales doceañistas, tiene consistencia doctrinal como para sustentar una praxis política del siglo XXI?

No se me entienda mal: sé de sobra que se han hecho las cosas fatal en el PP, cuya dirección parece que se ha dejado abducir por el alcalde de Oviedo. Por otra parte, nada tengo en contra de Francisco Álvarez-Cascos; al revés, he escrito bien de él y he reconocido abiertamente (y buenos disgustos me ha costado, se lo puedo asegurar) que gracias a él Ribadesella tiene el enlace de la autovía en Pandu -no previsto en el proyecto original- y un gran Museo de Tito Bustillo en construcción, a cuya inauguración seguro que las autoridades asturianas no lo invitarán, de la misma forma que no invitarán a la plataforma ciudadana ni al alcalde que lucharon por él. Nada tengo tampoco en contra de quienes abandonan el Partido Popular para apuntarse al nuevo proyecto, pues entre ellos tengo algún amigo que sé que lo hace convencido de estar haciendo algo bueno, estimulante y útil para sí mismo y para la comunidad. Y nada tengo, por supuesto, contra Sergio Marqués, a quien respeto y admiro en lo que vale. En realidad, ahora que lo pienso, nada tengo en contra de nadie, pues ya llevo suficiente carga con intentar comprender lo que sucede en mi entorno, que cada día me parece menos mío y más propio del gran teatro del mundo, con sus máscaras, miserias, afanes y calentones.

No sé si este despego actual se lo debo al «despegado» Josep Pla, a quien releo con devoción en estas agitadas vísperas electorales. Miren lo que cita de Goethe, cuando éste se refiere a Napoleón Bonaparte: «Sin duda su personalidad era superior. Pero la razón principal de su poder de atracción consistía en esto: que los hombres estaban seguros de conseguir sus fines guiados por él. Por esto se le adhirieron, como se adhieren a aquel que les infunde una creencia análoga. Los actores se adhieren a un director nuevo cuando creen que les dará buenos papeles. Es una vieja historia, que se repite perennemente: la naturaleza humana es así. Nadie sirve a otro porque sí, pero si cree que sirviéndole se sirve a sí mismo, entonces lo hace a gusto. Napoleón conocía perfectamente a los hombres y sabía sacar de sus debilidades el partido conveniente».

Amigo Rafael, sé que no te he podido contestar, pero es que hay respuestas que sólo las da el tiempo. ¿Qué tal unas aceitunas aliñadas y una cañita de moriles mientras aguardamos?