Antes de ayer viví una experiencia que cambiará el resto de mi vida. No, ni me casé, ni tuve un hijo ni me hipotequé, ni me tocó la lotería. Escalé el Urriellu, el emblemático Naranjo de Bulnes, y en la cumbre disfruté de una exquisitez: una fabada al estilo Urriellu.

Todo comenzó a las siete de la mañana, en Cangas de Onís, donde nos juntamos las personas que íbamos a integrar la expedición. Botas de montaña, forros polares, cafés y muy buena sintonía fue la primera sensación. Nos repartimos en un coche y una furgoneta, y a las ocho llegamos a Pandébano, lugar desde el que comenzamos la ruta. En un principio un helicóptero nos iba a recoger y subir hasta Jou Tras el Picu pero debido a la densa niebla matutina fue imposible. El grupo finalmente decidió subir a pie, pues queríamos que el 14 de septiembre de 2011 se recordara como el día en el que Ramón Celorio cocinó una fabada en la cumbre del Naranjo de Bulnes. Hace más de diez años que surgió la idea. Era una de las actividades que el cocinero cangués quería realizar en algún momento de su vida y la promoción del gochu asturcelta fue una excusa perfecta para organizarlo.

Durante la ruta unos fuimos más rápido y otros más lentos. Cuatro minutos nos hubiera llevado en helicóptero y cerca de cinco horas tardamos en alcanzar a pie la base del Picu Urriellu. Mucho mérito tuvieron Paulino Álvarez, director de la asociación del gochu asturcelta; Martín Díez, veterinario del Principado, y Vicente Cosío, natural de la zona, que a pesar de la dificultad del camino y de que ya no son unos «mozos», finalizaron la primera caminata con éxito. Realizamos un rápido avituallamiento a los pies del Urriellu, a la una de la tarde, pues no había un segundo que perder.

Ahora í comenzaba lo bueno. Arneses, cascos y pies de gato. Los primeros en comenzar a escalar fueron Ramón Celorio y Juan Martínez, que allá cargados con pota, fabes, infiernillo y compangu de gochu asturcelta comenzaban a enfrentarse con los primeros metros. Sin duda, los veinte primeros metros eran los peores. No había manera de encontrar un hueco al que arrimar dedos y pies y así impulsar el cuerpo. Nunca me he abrazado a un mozu, ni creo que lo haga, como me agarré a esa montaña. Se agradecían las dos reuniones, pequeñas -enanas- cavidades donde se podía descansar durante unos minutos. Además el esfuerzo de la caminata matutina comenzaba a hacer mella. Celorio lo vivió de cerca, a poco más de diez metros de la salida, «voló» sobre su compañero Martínez quedando de espaldas a la montaña sujeto por la cuerda. Al final todo quedó en susto y el cocinero escaló como el que más, hasta llegar a la cima. Tras la gran dificultad de los primeros metros, el resto parecía sencillo, aunque había que sacar energías de donde fuera para escalar lo más rápido posible, pues las horas pasaban y corríamos el peligro de anochecer en la montaña. Al final, después de más de cinco horas, encumbramos el Urriellu. Absortos entre tanta belleza comenzamos a disfrutar de la fabada a las seis de la tarde. Aplausos, abrazos, risas, una mezcla entre cansancio e incredulidad y muchas fotografías definen este encumbramiento único, irrepetible. A 2.519 metros la vida se ve desde otra perspectiva. Pero la expedición no había finalizado. Antes de que anocheciera debíamos regresar. Comenzamos el descenso, mucho más sencillo que el ascenso, rapelando, y en menos de hora y media ya estamos caminando rumbo a Pandébano.

Nada de esto hubiera sido posible sin el trabajo, apoyo y ánimo de los cinco guías que nos acompañaron, Daniel Cue, Luis Miguel Menéndez, Pedro Sánchez, Manolo Villarroel y su hijo Ramonín. Su profesionalidad y presencia fueron factores decisivos en momentos difíciles de la escalada.

Con un atardecer espectacular, a los pies del Naranjo de Bulnes, comenzamos a descender poco a poco, iluminados a ratos por linternas y otros por una inmensa luna llena. Después de más de catorce horas de expedición ya no había prisa, el Urriellu se había rendido ante la fabada de Ramón Celorio.