En tiempos, desde 1951 hasta 1955, Dámaso López García (Villanueva del Campo, Zamora, 1934) fue novillero y tuvo la oportunidad de matar becerros en la Monumental de las Ventas. Actuaba en sesiones nocturnas, contratado para la parte seria del espectáculo (el bombero torero y un retén de enanitos se encargaban de ofrecer el número cómico), y llegaba hasta allí en el metro o llevado por un amigo a bordo de una Vespa, siempre vestido de luces. Cobraba 150 pesetas por cada festejo, que era bastante parné, y el maestro Gerardo del Valle Beltrán llegó a componer en su honor el pasodoble titulado «Morenito de Zamora», inmortalizándose así el sobrenombre con el que era conocido por esas plazas de Dios (Del Valle fue coautor, junto a Manuel Pareja-Obregón, de la famosa salve rociera «Olé, olé»). «Torero de la alegría / que en los ruedos triunfa siempre / por su arte y simpatía», decía la letra. Ahora, con 77 años, el Morenito de Zamora está toreando el Alzheimer, que ha empezado a acosarle.

La medicina no acaba de resolver el enigma de la enfermedad del olvido y cada paciente y cada familia tienen que capear el problema apañándoselas como pueden. Dámaso está poniendo en práctica un método propio, con el mismo arte y la misma simpatía de que habla el pasodoble. Su aportación a la ciencia se traduce en un montón de folios, apresurados y con alguna que otra falta de ortografía, en los que queda resumida la memoria de una experiencia vital en trance de borrarse de su disco duro. Este tardío asomarse suyo al ejercicio literario, de una forma tan natural y salerosa, no nos deja indiferentes.

Dámaso fue estereotipo de maletilla de bocadillo de pan duro, caminos polvorientos y gorra de guripa de zarzuela. En 1965 se casó con una madrileña de origen llanisco -Titi Benito Pérez, hija de la llanisca Dolores Pérez Bernot- y al año siguiente se rindió incondicionalmente a la plenitud del veraneo en Llanes. Se alojó en la casa que había levantado en el barrio Bustillo, durante la primera década del siglo XX, Pedro Pérez Villa, «el Sordu», abuelo materno de su joven esposa; se saleó en la fiesta de Santa Ana, pescó xáragos en la punta del Guruñu y conoció y trató a algunos de los llaniscos más interesantes, como Cosmín (el percusionista de la orquesta «Los Panchines»), Montero (cordobés ilustre, taurófilo de mucho respeto y regente del bar Rompeolas en La Calzada, cuyas paredes estaban decoradas con venerables y mohosos carteles de corridas desde la época de Manolete), Matute (campeón de pesca submarina y portero legendario del Club Deportivo Llanes), la matriarcal Esperanza Díaz de Camará, madre de 22 hijos, y la discreta y bondadosa Pilar Pérez Bernot, la de la tienda de comestibles La Pilarica. La llegada de Dámaso coincidió, por otra parte, con la exaltación del arte de cúchares que se activaba en la localidad de Cue, donde los lugareños (los coritos) supieron convertir una hondonada natural, a escasos metros de la playa de Toró, en un impresionante coso de gradas de hierba: la célebre plaza de toros de Arestín.

Dámaso no llegó a torear allí, pero su magisterio y su influencia en relación con la afición a los toros en Llanes no fueron nunca irrelevantes. De toda aquella época perdida, de las gentes y de los momentos desvaídos ya en el recuerdo, hablan los apuntes de la perentoria autobiografía de este hombre. Historias que Dámaso disfrutó y compartió, convertidas ahora en pura gimnasia mental y autoterapia de choque para intentar retrasar lo más posible la cornada de ese morlaco sin afeitar, de apellido extranjero, que está agazapado en la zona de chiqueros, dispuesto a vaciarnos el alma con cada resoplido.