Manu Brabo dice las cosas que podría haber dicho Robert Capa: «¿Cuidar el aspecto artístico en mis fotografías? Yo no necesito el arte? Eso me da un poco por culo? Lo que necesito son historias». Este fotoperiodista ha buscado historias y las ha encontrado en geografías hechas añicos, ante cuerpos insepultos, entre los charcos de sangre y los casquillos de bala que alfombran la tierra. Y esas realidades concretas, que él retrata con su cámara Canon 5D, están a la vuelta de cada esquina, las distribuyen las mejores agencias informativas («AP», «Reuters»), y son portada de los rotativos de más difusión («The New York Times», «The Guardian», «Die Welt») y, sobre todo, son historias que se supone que nos conciernen a todos: la pobreza creciente de los más pobres; los terremotos, que se ceban siempre en los más desheredados; la lucha sin tregua de los pueblos por sobrevivir con dignidad; las ilusionantes revoluciones desde la base social; las penas de este mundo, que es un pañuelín de lágrimas.

Manu es valiente y solidario, dado a plantarse en primera línea. En alguna esquina, mientras alarga los brazos y saca la cámara para enfocar el infierno, puede coincidir con reporteros que están tomando notas, tan tranquilos. «¿Qué hará aquí ese colgao?», se preguntaba una vez, mirando de reojo a un colega en medio del combate. Hablaron en inglés, hasta que se dieron cuenta de que los dos eran españoles. Hoy son amigos y coinciden en más esquinas, entre más ráfagas de ametralladora. Aquel «colgao» es el corresponsal de guerra Javier Espinosa.

Manu tiene 31 años, pero ha presenciado escabechinas y carnicerías con la familiaridad de un personaje del Antiguo Testamento. Las ha visto y ha dado testimonio de ellas, sabedor de que «la foto es el lado emocional de la noticia, mientras que el texto es su lado racional». Hasta ayer mismo, como quien dice, ha recorrido las entrañas asoladas de la localidad libia de Misrata, junto a las fuerzas rebeldes, entre cuyos componentes había seguidores del Real Madrid y del Barça. A tiro de la mirada de los francotiradores, él les enseñó que también existe en la Liga española un glorioso equipo llamado Sporting de Gijón. Así que cuando avanzaba a su rebufo victorioso, algunos le saludaban desde el otro lado de la calle: «¡Hey, Sporting!», con los puños levantados y el entusiasmo vibrante de la grada Sur del Molinón.

En la Casa de Cultura de Llanes -donde en 2002 había sido alumno del curso de José Manuel Navia «Del reportaje periodístico a la fotografía de autor»- Manu vino a presentar su exposición «Haití: de las portadas al olvido» y nos habló de su trabajo como «freelance» en las áreas más calientes del orbe. Sin pelos en la lengua, dio una lección sobre las contradicciones que apabullan a los grandes medios de comunicación, que se pueden resumir sarcásticamente en un hecho: hubo periódicos que le escatimaron 300 euros por cada una de sus imágenes, y ahora pagan por ellas, a través de las agencias, 1.500 euros o más.

Sus crónicas están catapultadas desde el ojo de los huracanes y entre fuegos cruzados: «Los insurgentes siguen acumulando fuerzas en un intento de aislar Bani Walid del resto del territorio controlado por los leales al depuesto dictador», escribía desde Libia el 5 de septiembre. Para entonces, ya había pasado página de un episodio de su vida, y atrás quedaba la experiencia de ser prisionero de Gadafi durante 43 días, con el trago de incertidumbre que eso significó.

La próxima historia en la que ansía penetrar es la del drama del pueblo somalí. Quiere sacar billete (sus billetes nunca garantizan el retorno) para Dadaab, Kenia, donde está el campo de refugiados más grande del mundo, en el que se hacinan ya 400.000 seres huidos del hambre y de una guerra de 11 años. Otro Apocalipsis más, en el que tampoco es necesario el arte.