Fue un párroco de cuerpo entero. Su mundo fue la parroquia de San Juan. A ella le dedicó su vida con generosidad ilimitada. Como en toda persona hay dos facetas o dimensiones, la que se ve y la que no se ve. Fernando imprimió a toda su actividad pastoral un ritmo acelerado. Se le notaba en el hablar. Llamaban la atención sus homilías vertiginosas. En poco tiempo decía muchas cosas. Brillante siempre. El marco de la parroquia de San Juan el Real le iba bien a su temperamento enérgico y a su incansable forma de actuar, con iniciativas a flor de piel.

Procede de la vecina provincia leonesa que, en parte notable, perteneció hasta los años cincuenta a esta diócesis de Oviedo. Se curtió en las angosturas y carencias de Valdediós y finalizó sus estudios en el Prau Picón de Oviedo, recibiendo la ordenación sacerdotal el 30 de mayo de 1954.

Su primer destino fue Ribadesella. Contrastaba su forma de ser con el pacífico y venerado don Alfonso Covián, santo sacerdote, hombre inteligente, de buena formación, fiel a las normas establecidas, de vida casi monástica, de hablar suave, cariñoso y afable, pero que dejaba a su jovencísimo coadjutor correr tras la juventud, adivinando que los tiempos eran nuevos y que los curas jóvenes traían otro hacer pastoral que estaba más en la calle para que luego vinieran a la iglesia. En llamativo contraste se complementaban perfectamente, porque a los dos les movía el mismo celo pastoral en aquella Ribadesella marinera y turística que era como la Marbella asturiana. Fernando, hombre con facilidad de trato, entabló ya entonces muchas amistades y, durante el verano, tuvo ocasión de conocer a muchos que luego serían feligreses suyos en la parroquia ovetense. Su sello constructor lo manifestó pronto en la parroquia filial de Santianes en la restauración de la iglesia. Llamaba la atención a los viajeros que circulaban por la inmediata carretera.

Persona de mucha capacidad, al lado del mar preparó el último concurso a parroquias que hubo en la diócesis. No me atrevo a decir que fue el suyo el mejor ejercicio, porque no lo sé, pero sí uno de los tres mejores, como siempre se comentó. De notable inteligencia, ágil de memoria, de acción a mil revoluciones y leonés trabajador y constante, preparó la prueba a conciencia. No fue sorpresa el que le asignaran la parroquia más importante. Lo fue por su juventud. Tenía entonces 30 años y a estas parroquias de máxima calificación se solía llegar después de años de trabajo y de probada virtud. Los párrocos de la ciudad eran hombres venerables, de manteo y teja, como don Feliciano en San Tirso, don Argimiro, el cura catequista, en la extensísima de San Pedro de los Arcos y don Adolfo, alumno lovaniense, en San Julián de los Prados. Aquel joven sacerdote, de gestos atentos, de facilidad para los nombres, pronto se hizo con la parroquia y le imprimió velocidad de «fórmula uno». Los tiempos conciliares contribuyeron y facilitaron la nueva pastoral y el nuevo estilo de evangelizar. Hubo que acometer la reestructuración de parroquias y San Juan, desde el primer momento del cambio, tuvo su impronta. Fernando no fue un a persona de discusión en reuniones, sino de acción. Para una nueva pastoral eran necesarios nuevos locales y lugares pastorales. Pronto se inauguraron.

Pero hay otra faceta de Fernando, esa que no se ve, pero que forma parte consustancial de su persona que es cura de trato personal, buen consejero, sensible a las situaciones de las personas, que llevaba los domingos bien temprano la Sagrada Comunión a los enfermos y que ayudaba a los necesitados con la máxima discreción. Era hombre organizador y de presencia, pero era también aquel sacerdote cercano, cariñoso, amigo. Por eso fue popular y querido.

Llevaba unos años afrontando enfermedades y operaciones quirúrgicas. Las encaró con gran fortaleza. Fue de los que no se rinden, de los que quiso acabar su vida entregada en la tarea. Párroco hasta la entraña, de los que la parroquia es su familia de verdad. Contó siempre, ya desde seminarista, con la ayuda, compañía y colaboración de don Álvaro con el que compaginó bien y bregaron juntos más de cuarenta años, todo un récord, porque la actividad de estas parroquia es mucha mies, variada y permanente.

Su largo servicio pastoral a la ciudad le ganó con justicia el ser reconocido hijo adoptivo de Oviedo. La ciudad supo reconocer y agradecer lo que él fue para la Iglesia y para ella, un buen hijo. Hace tiempo que esperaba su Pascua. La acompasó a la de Jesucristo, el que le llamó como apóstol y testigo.