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Las tiendas de final de mes

Varios comercios de alimentación mantienen la tradición de fiar a sus clientes "Cuando vuelven a tener dinero se van al súper", dicen los dueños

Julio Menéndez, a la izquierda, y José Menéndez, en su tienda. NACHO OREJAS

Marta Rubio lo explica con cierta resignación: "Sólo fío a quien conozco, el problema es que conozco a todo el barrio".

Y es verdad: una que tiene una tienda de alimentación de toda la vida no sólo sabe que a "Loli" le gustan las manzanas maduras, sino también que mañana le toca peluquería y que al hijo que anda por Barcelona no hay manera de traerlo para aquí.

Y es verdad: una que tiene una tienda de alimentación de toda la vida, con sus tradiciones y sus 64 años de historia, con esas naranjas estupendas, no le va a decir ahora a Teresa o a Margarita o a Henar, que no, que eso de dejar a deber la compra se acabó.

En la tienda de Marta (52 años), junto al Campillín, siempre se fió y la prueba es un pincho oxidado con decenas de tickets por cobrar, algunos de ellos tan amarillentos que ese dinero ya pinta fatal. Empezó a fiar su abuelo cuando abrió el negocio, así que hoy ella conserva una tradición que se va apagando en la ciudad a la velocidad a la que van desapareciendo estos comercios tradicionales de barrio que dan la espalda a la tarjeta de crédito, víctimas del mundo moderno y de las grandes superficies de alimentación. "Sí, sí, pero vete allí a decir que te fíen. Te dan una patada y vuelves con una mano delante y otra detrás", dice.

Sucede, y aquí viene la "queja amable" de Marta, que muchos de los clientes de toda la vida aparecen por la tienda sólo a final de mes, cuando la cartera da malas noticias y necesitan que alguien les permita dejar la compra a deber. Y sucede también, y aquí va la doble queja, que es cobrar la nómina, saldar la deuda y esa misma gente se vuelve infiel, regresa al supermercado y desaparece hasta el mes siguiente.

Le ocurre a Marta y les ocurre también a Julio y a José Menéndez, dos hermanos que regentan una tienda similar cerca del Antiguo con 71 años de historia, unos chorizos apetitosos y un pan de Zamora con una pinta excelente. "Siempre fiamos a los mismos. Son personas que están acostumbradas a pagar de mes en mes", cuenta José. Ellos no tienen pincho pero acumulan los tickets en un clip, bien guardado en la caja registradora. "Vienen a final de mes, cuando no tienen para pagar. Somos como un crédito personal", indican.

Las facturas a deber suelen ser pequeñas, pero muchas pequeñas a la vez al final hacen cantidades de 500 euros al mes, por ejemplo. La mayoría suele pagar puntualmente, pero los hay que no. "Cuando fías, al final es raro que no acabes perdiendo dinero. Entre que a veces no recuerdas a quién le dejaste, o que pierdes los tickets o que ellos no se acuerdan...", señala Marta.

Los tres podrían sentirse un poco utilizados, como si fueran segundo plato de los supermercados que salen por la tele. Pero no. Saben que el valor añadido de estas tiendas pequeñas no sólo está en los productos "de mucha mejor calidad", sino en el "trato cercano y personalizado", en esa "confianza" de quien se siente en casa. "En realidad, servimos para todo. Aquí la gente viene para buscar una plaza de garaje, una persona para las labores del hogar, un piso, una esquela, una clase de inglés. Hacemos muchas funciones", relata Marta mientras cobra un kilo de kiwis. "Somos como parte de la familia de mucha gente", añade Julio.

Entre estas tiendas históricas de alimentación sobreviven algunas que no fían o que fiaron de otra manera. Por ejemplo, la de José Manuel Llavona, que dirige un comercio con más de un siglo en El Fontán. Su abuelo, que abrió la tienda en 1910, usaba otra técnica: "Él, antes de que alguien dejara algo a deber, prestaba el dinero en mano. Así se lo debían a él personalmente y no a la tienda", explica. "Al final la tienda es un negocio", añade. Negocios, ya se ve, que por mucho que acelere la vida siempre tendrán algo diferente.

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