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Los niños que pintaron el Prerrománico

Las huellas de los artistas que decoraron Santullano, incluidos los pequeños que allí trabajaron, permanecen en sus muros

Un hombre contempla un dibujo de Magín Berenguer. mikii lópez

En pleno siglo VIII un niño trabajando no tenía nada de especial. Lo que hoy es una barbaridad, entonces no era más que otro tipo de mano de obra y así lo atestiguan los muros de una de las joyas del arte asturiano, San Julián de los Prados, construida en esa época. En sus muros han quedado impresas las huellas de los dedos de los pintores e incluso sus manos, muy a menudo de niños que desarrollaban su labor en los gremios de artesanos. Lo deja claro su tamaño y lo justifica el carácter gremial de los artesanos, cuyos conocimientos eran transmitidos de padres a hijos. Y qué mejor que hacerlo sobre el terreno, en la propia obra.

Si hay una obra de arte en todo el mundo tan singular como desconocida esa es San Julián de los Prados. Los murales del monumento prerrománico son, según los estudiosos, el conjunto de pintura altomedieval más importante por su superficie de toda Europa Occidental. Pocos saben de esa excepcionalidad y menos aún de su origen y cómo fueron creadas. La restauradora Natalia Díaz-Ordóñez, que participó en la última intervención realizada en la iglesia de Santullano, en el año 2011 y de la mano del Instituto de Patrimonio Cultural de España, ha reconstruido el trabajo realizado por los artesanos a partir de las observaciones y los materiales recogidos en ella y lo muestra en la exposición “Santullano desvelado. Cien años del descubrimiento de las pinturas de San Julián de los Prados”, inaugurada el viernes en la sede del Ridea (Real Instituto de Estudios Asturianos).

Los murales de Santullano son una simplificación de los frescos romanos, según Natalia Díaz-Ordóñez. Los análisis llevados a cabo en 2011, sobre una superficie de cuatro metros cuadrados en lo alto del trasepto, revelan unos colores más delicados y un mayor cuidado por el detalle que el que ahora está la vista. La intervención realizada entre 1981 y 1984 en el monumento por Anglada y Llopart los ocultó.

Leyendo los muros del edificio, construido entre los siglos VIII y IX, la restauradora asturiana deduce que los autores de las pinturas aplicaban un mortero de cal y arena y después de enlucir las paredes trazaban cuadrículas con incisiones lineales que les servían de guía para escalar los dibujos que previamente había preparado.

Los andamios de madera desde los que los artesanos trabajaban se anclaban en la misma pared. En ella, a distintas alturas y a medida que se elevaba la construcción, los albañiles iban introduciendo las vigas de madera que servían luego de apoyo al andamiaje.

Los pintores empezaban su trabajo desde lo más alto y al ir descendiendo retiraban los andamios y la madera incrustada en el muro para sujetarlos. El hueco que quedaba en el muro se rellenaba, pero el acabado era más tosco que el resto y, en un examen minucioso de los murales, aún puede distinguirse.

Antes de empezar a pintar había que enlucir las paredes. Los artesanos aplicaban el mortero, rico en cal y con carga de arena silícea, en una sola capa. Tenía un espesor de entre cinco y quince milímetros, dependiendo de las zonas, y se extendía de arriba a abajo y de derecha a izquierda, en bandas horizontales de unos cincuenta centímetros de ancho.

Sobre el mortero fresco se trazaban marcas para dividir el muro en secciones, se trasladaban las medidas a escala y se hacían las curvas utilizando para ello un rudimentario compás -un clavo y una cuerda con un punzón en su extremo-.

Los artistas trazaba una cuadrícula con líneas incisas y comenzaban a dibujar, con líneas de color negro y rojo.

El color era aplicado con pigmentos que se molían y que se desleían en agua o se aglutinaban en agua con cal. El amarillo de los muros de San Julián de los Prados se obtuvo con tierra ocre amarillenta, el rojo con tierra roja y con óxido de hierro, el negro salía del carbón y el blanco de la cal.

“Los colores más claros, amarillo y rojo, se aplicaron primero, pues el negro conseguía cubrir los goterones que una pintura tan fluida podía provocar. Tras las tintas planas de color se ultiman los pequeños detalles y brillos con pigmentos aglutinados al agua de cal”, según Díaz-Ordóñez.

De cerca, a la distancia a la que los restauradores contemplan la obra, se aprecian los “arrepentimientos” del artista, errores corregidos pero aún detectables: un trazo emborronado o un deslizamiento en una figura.

Son visibles las “marcas de tiento”, una sencilla herramienta que los pintores utilizaban para mantenerse firmes, mantener el pulso y dar más precisión al dibujo. Se trataba simplemente de un palo finalizado en una bola de trapo con la que el artesano se apoyaba en el muro durante el trabajo. Esto y mucho más se encuentra ahora a la vista de todos.

1. Los artesanos aplicaban el mortero, rico en cal y con carga de arena silícea, en una sola capa, con un espesor de entre cinco y quince milímetros .

2. Sobre el mortero fresco se trazaban marcas para dividir el muro en secciones y las cuadrículas, que en las partes más altas y de cerca, aún pueden apreciarse, servían para trasladar los dibujos previos.

3. Se trasladaban las medidas a una escala mayor, se trazaban líneas negras y rojas, y curvas con un rudimentario compás -un clavo y una cuerda con un punzón en su extremo-.

4. El color se aplicaba con pigmentos, molidos, disueltos en agua o aglutinados en agua y cal. El amarillo se obtuvo con tierra ocre, el rojo con tierra roja y óxido de hierro, el negro con carbón y el blanco con cal.

Vicente Lampérez retiró las bóvedas y descubrió los frescos

El mecenas Fortunato de Selgas y Albuerne donó 66.505 pesetas en 1012 para realizar obras en la iglesia de San Julián de los Prados, según recoge la restauradora Natalia Díaz-Ordóñez en el catálogo de la exposición. El arquitecto Vicente Lampérez dirigió los trabajos y al eliminar las bóvedas que habían sido añadidas a la construcción original aparecieron las pinturas murales de la parte alta. El resto fueron descubiertas en 1972 cuando Menéndez Pidal inicia la restauración de aquellos frescos. En 1974 queda a la vista el programa iconográfico del templo en su conjunto. Aún hoy puede apreciarse el rastro de las antiguas bóvedas, porque Selgas y Lampérez, con un criterio avanzado para su época, decidieron dejar a la vista el mampuesto en los lugares en los que se insertaban.

Helmut Schlunk y Magín Berenguer analizaron las pinturas con detenimiento en los años 50 y las reconstruyeron. Su trabajo está publicado en "La pintura mural asturiana de los siglos IX y X".

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