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La Bomba Del Fontán | Las Crónicas De Bradomín

El consorte

Aquel compañero de colegio que dio un sonoro braguetazo

El consorte

Íñigo y yo habíamos sido compañeros de colegio, compartíamos pupitre. Hacía ya bastantes años que no nos veíamos. Lo último que supe era que había marchado a estudiar ICADE en Madrid. Aquella mañana en La Paloma fue una grata sorpresa volver a encontrarnos. Le acompañaba su mujer: "Alba Rodríguez-Acosta, nos conocimos en la Facultad, fue un flechazo a primera vista", subrayó al presentármela. Una coqueta muñeca que alcanzaría difícilmente los ciento sesenta centímetros, granadina y con el toque tontero de las niñas pijas al expresarse. Llevaban diez días en Oviedo, preparando la apertura de una sucursal de la entidad bancaria de la que Alba era nieta del fundador (Banco de Granada).

Comenzamos a vernos con cierta frecuencia. Un día, dando rienda suelta a sus ínfulas de triunfador, me soltó: "Me da cosa que no hayas terminado la carrera. Salir del terruño, ampliar horizontes, poder relacionarte con personas relevantes. Tener otra percepción de la vida". Lo que aproveché yo para remachar la jugada: "Supongo que también facilita un buen braguetazo. Mira Íñigo, continué, yo soy un fan de la vida. Mi triunfo comienza y finaliza cada día, es efímero si quieres, pero me va bien, no necesita de seda ni oropel, ¿comprendes?". En silencio, hizo un esbozo de sonrisa, se pasó una mano por su cabeza que mostraba ya avanzados signos de alopecia, seguramente embutida en cifras y papeles pautados.

Ella ponía especial empeño en conocer qué tipo de aristocracia o burguesía tenía reconocimiento en la ciudad. Rentistas. Apellidos de acompañamiento: "Apellidos compuestos, quiero decir", resaltó. ¿No conocías Asturias?, pregunté. "Bueno, siendo muy niña recuerdo haber pasado una temporada en casa de los Vereterra, en Gijón".

Un sábado me propusieron que eligiera un buen restaurante para comer juntos. Pensé en Casa Modesta, en la calle Jovellanos, como lugar ideal para meterles entre pecho y espalda una fabada. El almuerzo comenzó recordando anécdotas del colegio, Juventud del Carmelo, fútbol, etcétera. No sería por mucho tiempo, puesto que el interés de mi excompañero era epatar con sus vuelos siderales. Ahora ya hablaba de la familia [la de ella] en primera persona.

"¿Pensáis quedaros en Oviedo?", interrumpí el cargante relato. "No, no", respondió ella con prontitud. "Nuestras responsabilidades en la Casa van más allá de lo puramente financiero, puesto que formamos parte del patronazgo de la Fundación Rodríguez-Acosta en Granada". "Tengo entendido que, una vez que las personas alcanzan fortuna, sienten la necesidad de hacer un lavado de conciencia; es decir, dar lustre y prestigio a la misma. La mayoría de las veces recurren al reconfortante poder de la belleza: la pintura, la música, las mujeres, los caballos, en fin...", reseñé. "Me parece un exceso por tu parte poner a las mujeres y los caballos a la misma altura", replicó Íñigo.

El día de la inauguración de la sucursal, después de bendecir las instalaciones, se sirvió un vino español. Allí me encontré al jinete olímpico Jaime de Rivera, al que había conocido hacía algún tiempo y que resultó ser alto ejecutivo del Banco. Estaba acompañado de Marita Villalonga, consejera del Banco Central y propietaria de la famosa cuadra Rosales. Íñigo no perdía detalle. Me acerqué a su altura y le dije: "Ïñigo, ya ves que los caballos unen a las personas; y, además, dan ese toque... ya sabes".

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