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Los cultivos del Paraíso

Cardo, el rey de la verdura

Una planta de cardo. Pelayo Fernández

La peluquera era grandona como un autobús. Llevaba una bata de color azul, hablaba portugués, tenía treinta y tantos años y ánimo y gracia por arrobas. La peluquería, pequeña y soleada, estaba -y espero que esté, hace tiempo que no voy por Braganza- en una de sus plazas, mirando al sur.

Unas amigas de mi mujer tienen, como tantos asturianos, una casa en Castilla, en un pueblín de adobe entre Valderas y Benavente, al que durante un tiempo nos acercamos con asiduidad. En alguna de aquellas escapadas yo aprovechaba para disfrutar del placer de cruzar a Portugal, con la ceremonia de la frontera, del cambio de pesetas por escudos, de comprar unas damajuanas de viño verde casi regaladas? en fin, de toda la ceremonia de "salir al extranjero", de respirar otro aire.

Aunque fuese por un día. Porque para que un viaje sea estupendo no hace falta ir a Marte. No hay relación entre la distancia y el placer. Marruecos, a quince kilómetros de Algeciras, Portugal, al otro lado de la raya o San Juan de Luz, a diez kilómetros de Irún son experiencias tan placenteras, o más, que una estancia en Helsinki, Río de Janeiro o Singapur. Doy fe.

Aquella peluquera de Braganza no solo cortaba el pelo -por mucho menos dinero que en Oviedo, por cierto- sino que llenaba el alma del cliente, sentado en sus sillones clásicos de barbero, con una mezcla maravillosa de humor, melancolía dulce de fado, vitalidad y filosofía.

También la ayudaba un canario de plantilla que más que portugués parecía sevillano y que vivía, con la misma marcha que su dueña, en una jaula azul al lado del autoclave plateado. No, no era una peluquería, sino una escuela de filosofía práctica. Para aquella mujer todo tenía su parte buena, y la vida diaria no era otra cosa que una larga cadena de placeres, desde el aroma del café de Angola nada más despertar hasta el momento de acostarse y leer, antes de que llegase el sueño feliz, a Torga, o a Pessoa, pasando por la charla con los clientes, el saludo afectuoso de los vecinos, la compra de la fruta apetitosa o el disfrute de una comida sencilla y auténtica llena de sabor.

Todo era grato, hasta la ternura dolorosa de decir adiós a alguien al que le había llegado la hora de irse al cielo. En una ocasión le dije que no tenía muy claro lo del cielo, y ella me respondió: "Certo, ¿mas o repouso?". Hablábamos mucho de comidas -tema que nos encantaba a los dos-, del placer de los arroces, el "bacalhau", las "sardinhas", del milagro inacabable de "o porco". Hasta que un día me descubrió los cardos.

Las pencas del Cynara cardunculus, o cardo comestible, primo de la alcachofa, guisadas con una salsa de piñones o de almendras, como las comí en Braganza y como se toman en Navarra en Navidad, son un regalo para el paladar y una explosión de salud. Resultan ideales para dietas de adelgazamiento, para regular la función hepática y ayudar a la digestión.

El cardo es excelente para la flora bacteriana y para los diabéticos pues retrasa el paso del azúcar a la sangre. También aporta beneficios a personas necesitadas de fósforo, calcio o vitamina C, y ayuda a mil cosas más. Tendría que ser imprescindible en nuestra mesa.

Aunque amiga del calor, esta planta se desarrolla sin dificultad en las tierras norteñas, siendo su único enemigo las heladas. Está adaptado a todos los terrenos. El cardo prefiere un buen suelo bien abonado, pues es una planta esquilmante, aunque siempre devuelve más de lo recibido.

Se siembra en primavera a un marco de un metro por un metro, pues llega a alcanzar un gran desarrollo. El cultivo del cardo se prolonga entre cuatro y cinco meses. De hecho, si se siembra tarde puede recolectarse en invierno. Como únicos cuidados que deben aplicarse están la limpieza de las malas hierbas y el atado de las hojas, aunque no muy fuerte, ya que se trata sólo de quitarles luz los últimos veinte días para que blanqueen. Es una suerte saber que al igual que ocurre con la planta de la alcachofa, la del cardo también dura varios años.

"Jamás comí cardos", le dije a la peluquera portuguesa desde mi gran asiento frente al espejo. "¿E você pode viver?" respondió la peluquera con una carcajada tan grande como ella.

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