Si lo de Huesca y Alcorcón fue la historia de un equipo encogido, en La Romareda el Oviedo sí se mantuvo erguido, al menos durante buena parte del encuentro, pero se empequeñeció en momentos puntuales. Lo malo es que fue en los momentos en los que se definen los partidos. No fue el guión de las últimas dos visitas, no fue una derrota por aplastamiento del rival, pero los de Hierro se mostraron tiernos e imprudentes atrás. La imagen tuvo una clara mejora, incluso el equipo dio la cara con diez, pero el resultado fue el mismo: otra derrota fuera de casa y la sensación de que el equipo necesita más el diván que entrenamientos.

Porque lo de los partidos fuera de casa empieza a convertirse en un problema mental para el Oviedo. Solo así se explican los errores de bulto cometidos. El equipo, robusto en el Tartiere, se desmorona fuera, Las piezas son las mismas pero no ensamblan igual. El Oviedo sufre bloqueos más allá del Negrón.

La teoría repetida insistentemente durante la semana era la de mantener la intensidad. Que el partido se definiera por detalles, que el Oviedo no fuera arrollado como en Huesca y Alcorcón. Y, de primeras, la lección parecía aprendida. Los de Hierro salieron enchufados y dispuestos a discutirle el balón a un Zaragoza en un clima algo enrarecido en La Romareda, público exigente. Pero las desgracias no tardaron en llegar. A los cuatro minutos, con los músculos aún en fase de adaptación al frío clima (unos 7º al inicio del choque), Michu inició una carrera y probó con un chut lejano. En cuanto salió la pelota, el ovetense notó que algo no iba bien. Se había roto. Pidió el cambio y Pereira salió en su lugar. Primera bofetada de la tarde.

A pesar de lo que significa perder a un símbolo, el Oviedo seguía de pie en el partido. Bien plantado sobre el verde.