Un cliente de un supermercado de la calle Marquesa de Canillejas me dijo un día que siempre se estresaba en la caja porque le metían mucha prisa. Y me recordó la otra cara de la moneda: el ritmo pausado, y en ocasiones crispante, de otro súper de la calle Ramón y Cajal.

Estos dos casos, la empresa modelo adaptada a los tiempos hipermodernos y la semipública con maneras algo burocráticas, representan en miniatura la polaridad del mundo. Los extremos, que en este caso, lejos de atraerse, se repelen cada vez más. El que corre mucho para estar siempre delante, y el que se resiste a caminar y lucha por que sea el mundo el que se adapte a su ritmo.

Se habla mucho de pensamiento único. A mí, más que único, se me antoja bipolar o de opuestos o de trinchera.

Recuerdo que, no hace mucho tiempo, un personaje de la Pola que hoy figura inmortalizado en una estatua tropezó y cayó en una plaza pública llena de adolescentes. La mitad, más o menos, se rieron como si tuvieran cinco años. La otra mitad perdieron el culo por ir a ayudarlo a levantarse. Otra vez los extremos. Pero el otro día vi un cartón de pizza en el patio de mi casa que me hizo pensar. Salvo accidente (es posible, aunque poco probable, que alguien fuera a tender la ropa con la caja y se le cayese o algo así) nos encontramos con que, además de la gente concienciada que recicla y la gente que no lo hace y lo tira todo a la basura, hay un tercer tipo: la que lo tira al patio de su casa, que no es particular, sino comunitario. Es la biodiversidad (en este caso para mal) que siempre se abre paso. Quizá ésta sea la buena noticia. O quizá hasta es bueno que haya extremos, aunque sean sólo dos, que se anulen mutuamente y equilibren el mundo. No vaya a ser que un día llegue a triunfar el bando que no debe y, cuando alguien tropiece, sean todos los que se rían y ninguno el que lo ayude a levantarse.