Gijón, J. C. GEA

Un día entre el 10 y el 14 de agosto de 1989. La llamada «sala Velázquez» del Palacio Real de Madrid. Cuatro pequeños cuadros: dos Velázquez, un Carreño de Miranda y un Bayeu. Unas manos desconocidas. Un robo que supuso el expolio al patrimonio del Estado de unas piezas valoradas ya entonces en unos 18 millones de euros. Éstas son las circunstancias de una historia cuyo final permanece abierto, pero cuyo inicio hunde parte de sus raíces en Asturias. En un caso, por el objeto de una de las obras, el ilustre hijo de Cangas de Onís Fernando de Valdés y Llano; en otro por su autor, el avilesino Juan Carreño de Miranda. Ambos cuadros encabezan desde hace casi 20 años la lista de medio millar de piezas de arte que las brigadas de Patrimonio Histórico de la Policía Nacional buscan con más ahínco

En el caso del Velázquez, una simple mano pintada por el maestro sevillano sobra para justificar la valía de la obra expoliada. Se trata de un fragmento de un retrato perdido de Fernando de Valdés y Llano, pintado probablemente en 1633, cuando acababa de ser nombrado presidente del Consejo de Castilla y arzobispo de Granada. En el artículo escrito en 1960 para la revista «Varia Velazqueña» por el estudioso Juan Ainaud de Lasarte se lo describe como un «lienzo» de 27 por 24 centímetros que representa la mano derecha de Valdés y Llano, sosteniendo «un pliego de un memorial o súplica con la firma autógrafa de Diego Velázquez».

Fue el propio Ainaud el que fijó la identidad del dueño de aquella mano que constituía un misterio desde la desaparición del original, que se ha atribuido sin excesivos visos de verosimilitud al incendio del Alcázar madrileño en 1734. A partir de un segundo retrato -un busto de Valdés pintado por Velázquez en 1639, propiedad de la National Gallery londinense- y de dos copias del primero, el experto concluyó que el retratado no era otro que Valdés y Llanos en el cénit de su poder, cuando el nombramiento como presidente del Consejo de Castilla lo había encumbrado como el más poderoso de los consejeros de Felipe IV.

En la crónica que, con motivo de su nombramiento como arzobispo de Granada, hace Francisco Henríquez de Jorquera, se consigna que es hijo de Juan Queipo de Llano, conde de Toreno, y de Catalina de Valdés, y sobrino por tanto «del ylustre señor don Fernando de Valdés, arçobispo de Sevilla, inquisidor general», antecesor en el Consejo de Castilla y fundador de la Universidad de Oviedo. Entre otros cargos, su no menos «ylustre» sobrino, detentaría los de rector en Oviedo, inquisidor de Barcelona, Zaragoza y Toledo y obispo de León y Teruel; pero, sobre todo, llegó a ser un poderoso hombre de Estado y, como notificaban las crónicas de su muerte, el 29 de diciembre de 1639, «uno de los grandes prelados de estos tiempos».

El valor capital de la obra proviene no sólo de la calidad del fragmento sino de la evidencia, incluso a través de copias, de que es, como ha escrito Jonathan Brown, uno de los «más ambiciosos retratos de este período», cuyo concepto y composición sirvieron, según Ainaud, como precedente a los posteriores del cardenal Borja y al «justamente famoso» de Inocencio X.

El otro asturiano de esta historia, Juan Carreño de Miranda (Avilés, 1614-1685), considerado por el ex director del Prado, Alfonso Pérez Sánchez, como «el más importante y significativo» de los artistas asturianos, acusó también la influencia de ese retrato en el suyo titulado «Un cardenal», como acusó el enorme peso de Velázquez de otro modo en sus retratos de la época en que ya era pintor de cámara en la Corte de Carlos II, a la cual pertenece el delicado «Retrato de una dama», fechado en torno a 1675. Se trata de un pequeño óleo de 40 por 34 centímetros que retrata al personaje con gran penetración psicológica y una intensa sencillez que contrasta con la suntuosidad de los retratos de la marquesa de Santa Cruz o doña Inés de Zúñiga.

Para los estudiosos Pilar López Vizcaíno y Ángel Mario Carreño la obra manifiesta la «captación del carácter determinado y resuelto» de la dama, plasmado «en la mirada y en el rictus de la boca». Su peinado, los pendientes verdosos resueltos con pincelada ligera y el escote recto con un lazo permiten datar la obra con posterioridad a 1670, pero de la identidad de la dama se sabe, hoy por hoy, tanto como de la de sus «raptores» y el destino final de esta exquisita pieza y sus compañeras de expolio.