He vuelto a leer Dispatches, de Michael Herr (1940), empujado esta vez por la nueva edición de Anagrama de Las cosas que llevaban, del periodista del «Washington Post» Tim O'Brien. Hay muchas buenas memorias de la guerra de Vietnam, y esta última es de las más estremecedoras que conozco, pero ninguna puede igualarse con la obra de Herr, que describió para la revista «Esquire» los sorbos infernales del Apocalipsis durante la feroz ofensiva del Tet, en 1968. Un año tan intenso, según el propio autor de aquellas memorables crónicas, que resume toda la década. De hecho, sobre él se abalanzaron como leones los mejores reporteros para arrancar a dentelladas la actualidad en medio del inmenso granizado de metralla.

Eran los días peores, en los que nadie confiaba en salir vivo: a ellos pertenecen el fuego atronando en las puertas de Saigón, la matanza de My Lai, la batalla en la ciudad imperial de Hue y la atroz imagen del general Nguyen volándole el cráneo a un prisionero del Vietcong. Dispatches (publicado en 1977 y traducido por primera vez al español tres años más tarde) es el mejor libro que se ha escrito sobre aquella escabechina. En sus páginas se encuentra el informe no oficial de la guerra de Vietnam, libre de la política y de la influencia gubernamental. No hay en el texto morcillas de militares de alta graduación, ni tampoco un epílogo de Kissinger o de McNamara. Hasta el momento en que Herr dio a la imprenta el producto de su trabajo como corresponsal en Indochina desde 1967, lo único que se había publicado sobre aquel endemoniado conflicto trataba de cifras, táctica, toma de decisiones políticas y resultados. Lo que el lector, en cambio, obtuvo de Dispatches eran retazos de vida y muerte, la mayoría de ellos desgarradores, de tipos comunes arrojados a una situación extraordinaria de la historia americana.

La censura que se ha impuesto en la cobertura de las guerras impedirá que se vuelva a escribir un libro como el de Herr, tan elocuente, fiable y vigoroso sobre lo que significa combatir y sobrevivir. Por él rondan las calles llenas de cadáveres de Hue en ruinas; las imágenes espeluznantes de Khe Sanh, donde los marines sufrieron el fuego fantasmal de las divisiones de Vietnam del Norte, invisibles en la selva. Y, también, los paisajes pintados a chorro, arrogantes pinceladas de rock and roll de los reporteros y de los soldados: un asesinato pirado, como lo describió el «New York Times» al referirse a la obra de Herr. «Como si Dante se hubiese ido al infierno con una grabación de Jimi Hendrix y un puñado de píldoras».

En la primera guerra rockera, Tim Page, Sean Flynn y Rick Merron, tres jóvenes fotógrafos, entraban y salían del frente de combate galopando sobre sus potentes motos Honda. El segundo de ellos, hijo de Errol Flynn, desapareció en la selva de Camboya en 1970; en compañía del periodista de la CBS Dana Stone, después serían supuestamente asesinados por guerrilleros del Jemer Rojo. Algunos compañeros suyos, como es el caso de Page, los buscaron infructuosamente tras la caída del régimen de Pol Pot a principios de la década de los noventa. La madre de Flynn, la actriz Lili Damita, gastó enormes cantidades de dinero en expediciones para dar con su hijo.

Todos ellos formaban parte de aquel grupo de corresponsales que tenían como una especie de himno la canción de los Mothers of Invention, Trouble everyday, en las largas veladas nocturnas de Saigón que tan bien relata Michael Herr. Cuando se despidieron en el aeropuerto de Tan Son Nhut, Flynn le dijo al autor de Dispatches: «Ahora no vayas a mearlo todo en cócteles y fiestas». Y Tim Page le regaló una bolita de opio para que se la comiera en el viaje de vuelta y soñara pirado por Wake, Honolulú, San Francisco hasta llegar a Nueva York.

Herr tenía 29 años cuando regresó como un Rip van Winkle cualquiera, convencido de que la guerra sólo tenía un medio de quitarte el dolor rápidamente. Se cansó de repetir: «Vietnam fue lo que tuvimos en vez de una infancia feliz». Colaboró con Kubrick en el guión de La chaqueta metálica. En Dispatches dejó claro que odiar la guerra no significa odiar a aquellos atrapados en ella. El elogio fue casi unánime para este texto abrasador, un retrato definitivo sobre la experiencia americana en Vietnam.