Gustavo Bueno ha señalado en repetidas ocasiones que uno de los problemas de la izquierda española reside en haber rechazado el sentido nacional: lo que la ha conducido a la aberración de haberse aliado a los separatismos, coyunda «contra natura» en la que jamás hubieran incurrido los socialistas clásicos del tipo de Indalecio Prieto.

En realidad, el separatismo es una cuestión de clase, más que de llevar chapela o comer butifarra, y en la justificación ideológica de ese apaño los socialistas confundieron el internacionalismo con el antiespañolismo, y por esa vía creyeron tener intereses comunes con el localismo más exacerbado: del «proletarios de todos los países» al buey que jala de la piedra más grande, todo cabe, y como el enemigo común es España, cuanto más se la debilite, mejor. Aunque ahora se comprueba que una nación débil y en estado casi de almoneda remontará con muchas mayores dificultades una arrasadora crisis económica que otro país que al contrario que nosotros se reunifica y actúa, como Alemania.

La desgracia de España se remonta al siglo XVII. No hemos conseguido superar aquella decadencia, sino que hemos respondido a ella con un pavoroso complejo de inferioridad. La salvación tenía que venir de afuera, y así los españoles se volvieron afrancesados, antipatriotas y últimamente pretenden anglosajonizarse: como escribió don Benito Pérez Galdós con amargura, somos un pueblo que en 1808 abandonó su casa y desde entonces no encontró casa a la que regresar. La tentativa de convertir a los españoles en bilingües hispanoingleses es reveladora. No desapruebo que los españoles del futuro hablen varias lenguas, pero sí lo que tiene de acto de arrojar la toalla: si se piensa que la lengua laboral es el inglés es porque se cree que los españoles habrán de emigrar o trabajar para empresas extranjeras. Con ese espíritu de derrota no se remonta una crisis.

A un gobierno antiespañol ha sucedido otro cipayo. A una derecha roma y sin asomo de ideología (prueba de ello es el penoso espectáculo que dio en Asturias, donde el personalismo se impuso a los intereses comunes y de la región) le corresponde ahora el rechazo o por lo menos el abandono del sentimiento antinacional que Bueno le reprochaba a la izquierda. Pero Rajoy no osará, por observancia de la corrección política extremada, a que por manifestarse español los socialistas le llamen nacionalista (ellos, que en Cataluña son nacionalsocialistas). Sin nacionalistas (y lo digo yo, que tengo poca simpatía por los nacionalismos) no hay nación. No podemos olvidar los españoles que fuimos una gran nación, ni que somos cimiento de Europa.

Bien está buscar soluciones a la economía, pero sin evitar la política. En este momento no parece que los tecnócratas estén resolviendo gran cosa y desatienden aspectos fundamentales del gobierno. La época del antiespañolismo tiene que ser superada. No se puede salir de una crisis con complejo de inferioridad.