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Confesiones de un chef

¡Oído cocina!

El joven cocinero de Casa Gerardo cuenta sus desvelos en las primeras horas de un día cualquiera en su restaurante - La jornada empieza a las 07.35 de la mañana camino del Mercado del Sur

¡Oído cocina!

Suena la alarma del iPhone a las 7.35. Salgo de la habitación intentando que Tomás (mi hijo) no se despierte. Lavado de cara y para el Mercado del Sur. Allí están "los Pedros" esperando. Uno, el pescadero, que llevamos ya más de diez años martirizando para que tenga todo, todos los días y al mejor precio.

-Esto no ye Madrid, Pedrín, aquí por la ración de pescao si cobro más de 30 euros tiene que ser perfecto, así que no me afeites.

El otro es Pedro, mi padre, del que aprendo no sólo de cocina, sino de la vida las 24 horas, como empresario y cocinero.

Compramos salmonetes, merluza, oricios, rape y un poco de raya, a ver si las pruebas por fin cuajan en un plato.

Cargan las cajas del pescado y para Prendes.

Entro por la puerta y grito ¡coche! para que los chavales salgan, pillen y se lo lleven a la cámara a limpiar, desespinar y racionar.

-La raya hay que ponerla en agua, sal y hielo, a ver si suelta la sangre y blanquea un poco.

-Oído (a veces hasta el oído es escuchado, eso son las mejores veces).

Reviso las reservas, hoy no hay mucho. Es abril y la Semana Santa ha venido temprana. El mes va a ser raruno.

10.05. Oficina. Abro el mail y reviso las carpetas de correo: info, catering, reservas, Marcos, staff, redes. Me pregunto para qué tengo tantas carpetas si al final el receptor es el mismo un 90 por ciento de las veces.

La que da miedito es la de info. Quince mensajes. La abro. Siete con publicidad, borrables antes de abrir. De los otros ocho, dejo seis para por la tarde y los dos que interesan los imprimo.

Salgo a la cocina. Revisión de las pruebas de ayer. El de las verduras empieza a servir demasiado pequeño el manojo de nabos. Llamada al proveedor. Cuelgo después de tres minutos de excusas malas y dos de venderme la moto. Sigo igual que antes de llamar.

-Tienes que sacarnos las pruebas de boda del finde.

Vuelta a la oficina. Suena el móvil. Lo cojo y lo coloco en el hombro cual violonchelista y, a la vez que atiendo la llamada, voy escribiendo las pruebas de las bodas. Es Pedro (mi padre).

-No. No. Bueno. Sí. Vale. Venga, tráelo.

El jefe, de compras en el mercado, tiene peligro. Ve cosas que le gustan y me las encasqueta sin planificar.

Imprimo ocho copias.

-Aquí tenéis las pruebas, seis para los clientes, una vuestra y otra de sala.

-Oído (otra vez).

-Dani (Dani González, sumiller de Casa Gerardo), por favor, mira el vino de las pruebas y háblalo con Luis para que el viernes no falte nada.

-Oído (y dale).

Voy a ver la raya, que ya lleva en el agua una hora y algo habrá soltado.

-¿Qué llevas ahí?

-¡Ay!, la leche, Rubén, es verdad, jolín que tonto soy.

Sigo con mi "violinphone" en el cuello y caminando de lado como Quasimodo.

La raya va soltando impurezas. La cojo, la salo, la meto en una bolsa de vacío, chorretón de aceite. A envasar.

-Carlos contrólame esto a 60 grados centígrados durante diez minutos y pásalo luego a hielo. Una vez fría, le sueltas las tiras y la conservas en aceite neutro.

-Oído (y una más).

Vuelta a la oficina. Paso por el lavabo a revisar la barba.

Comida fugaz a las 12.15 trufada con cuatro llamadas telefónicas; sólo una importante, pero tres necesarias.

Empezamos el servicio. Son las 13.15.

Primera comanda. Canto.

-Pasan tres, dos medios oricios, media manzana tomate. Sigue medio rape, un salmonete en dos. Cierra una de fabes, una paletilla y un calabacín anguila.

Todos se ponen a funcionar y a mí sólo se me ocurre decir.

-¿Oído?

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