Fue el escocés independentista Sean Connery, un perfecto desconocido, que aportó su amartillada sonrisa para inmortalizar la frase «me llamo Bond, James Bond». Habiendo pasado por diversas etapas con distintos rostros, el agente 007 creado por el novelista Ian Fleming conserva intacta su capacidad para atraer a públicos de todas las edades. El primer título, «007 contra el Doctor No», arrasó en taquilla. Aquel 5 de octubre de 1962, Londres acogió fascinada la irrupción en Londres de la primera producción de Albert R. Broccoli y Harry Saltzman con la que el cine ganaría a uno de sus más grandes y longevos iconos. El más famoso. A ello contribuyó, sin duda, el carácter políticamente incorrecto de Bond, un tipo que en la mayor parte de sus explosivas correrías demuestra ser un machista de mucho cuidado que colecciona amantes incendiarias, con el gatillo fácil y los gustos de un sibarita («Martini mezclado, no agitado»).

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Alrededor de Bond hay personajes fijos que le dan órdenes y son comprensivos con sus métodos poco ortodoxos (no olvidemos que tiene licencia para matar), como M, o genios socarrones de la tecnología punta como Q, que le entrega coches armados hasta el tubo de escape o plumas letales, o secretarias con las que elevar la tensión sexual no resuelta, como Moneypenny y, por supuesto, las inevitables chicas Bond, bellezones con las que 007 mantiene un tira y afloja que suele acabar en tira la ropa y afloja la corbata. Al frente, la primera: la aparición de Ursula Andress surgiendo del mar con sucinto biquini en la primera entrega no ha sido superada, ni siquiera por Halle Berry, que intentó imitar el momentazo sin lograr su impacto icónico. Después pasarían por sus brazos mujeres tan espectaculares como Diana Rigg, Jane Seymour, Britt Ekland, Barbara Bach, Carole Bouquet, Kim Bassinger, Sophie Marceau, Halle Berry, Eva Green u Olga Kurylenko. Bond tiene don de lenguas.

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Y como complemento directo que no admite renovación, el celebérrimo tema musical arreglado por John Barry, escoltado por una canción pegadiza en unos títulos de crédito elaboradísimos.

Bond nació en los tiempos calientes de la «guerra fría» y sus enemigos eran, al principio, fieros comunistas empeñados en poner el mundo a sus pies. Puesto que Bond es inmortal y nunca envejece, sus enemigos se actualizan para adaptarse a los nuevos telediarios, recogidos ya los cascotes del Muro de Berlín. Los terroristas internacionales pasan a ser el gran coco al que combatir.

Los primeros títulos, a pesar de que el tiempo ha dejado entrañablemente obsoletos sus efectos especiales, aún resisten bien el paso de los años, sin duda por la presencia imponente de Connery: «Desde Rusia con amor», «Goldfinger» (con una de las modalidades asesinas más originales que se recuerdan) o «Diamantes para la eternidad» aguantan con solvencia cualquier test de resistencia.

Cuando Connery se cansó del personaje para salirse de sus casillas (fue el único que lo consiguió; sus sucesores, salvo en cierta medida Pierce Brosnan, quedaron atados de por vida a 007), la carrera por encontrar un Bond de fuste se convirtió en una de las comidillas recurrentes del mundo del cine. Primero se intentó con el hoy olvidado George Lazenby, un modelo australiano sin experiencia en el cine, y aunque «Al servicio secreto de su majestad» era una obra estimable con un Bond obsesionado por la venganza, no cuajó y se recurrió al hombre que había triunfado con una serie de televisión de aires parecidos, «El Santo».

Roger Moore aportó ligereza y humor, ablandando el personaje. Los efectos especiales mejoraron mucho («Moonraker» sobremanera) y con «La espía que me amó» se alcanzó una de las más altas cotas de calidad de la saga.

Moore perdió frescura (su carrera se congeló, de hecho) y se dio una fallida oportunidad a un huraño, gélido y muy violento Timothy Dalton (en «Licencia para matar» se carga a dos docenas de malos, todo un récord), un buen actor al que nunca le sentaron bien el esmoquin ni la pistola, pero que, curiosamente, fue el que más se aproximó a la idea original de Fleming.

A Dalton le pilló de lleno una batalla legal entre productoras que provocó un parón de cinco años. Y cuando le llamaron para retomar al personaje, dijo que no se sentía con fuerzas para volver, a pesar de que «Goldeneye» fue escrita pensando en él y le ofrecieron dos millones y medio de euros.

La elección de Pierce Brosnan parecía cantada gracias a su éxito como detective burlón en «Remington Steele». Guapo, elegante, impertinente y de sonrisa fluorescente, Brosnan hizo a Bond menos brutal y más galán, más considerado con las mujeres y un auténtico acróbata con siete vidas. Y también más vulnerable: ¡Bond también puede sangrar! La saga ganó en espectacularidad y humor, pero también forzó tanto la máquina de las situaciones imposibles (Bond entrando en una avioneta en pleno vuelo) que por momentos parecía una sátira desmadrada. Y hablando de sátiras, no se puede quedar en el tintero (no explosivo, que no cunda el pánico) la parodia «Casino Royale», en la que el gran David Niven encarnaba al agente de aquella manera.

En 1983, un maduro Connery volvió a interpretar a 007 en la solvente «Nunca digas nunca jamás», nueva versión de «Operación Trueno», aunque la película se rodó al margen de la franquicia de Eon Production y se considera un Bond no oficial.

Brosnan, que logró el papel gracias al rechazo de Mel Gibson, aún podía haber seguido un par de títulos más, y él estaba por la labor, pero a los productores les pareció que era necesario un cambio radical y devolver al personaje a sus orígenes para enganchar con audiencias más jóvenes. La apuesta por Daniel Craig pilló a todos con el pie cambiado. Craig era un actor bien considerado pero poco conocido, y sus rasgos cincelados a martillazos no parecían los más apropiados para enfundarse ropa de marca y moverse con prestancia por ambientes sofisticados. Sin embargo, la idea cuajó y, dentro de lo que cabe, Bond se hizo más realista en sus escenas de acción, ganando en acritud y tono sombrío, y perdiendo humor y glamour. Un Bond más cercano a Bourne, para entendernos, con cierto toque crepuscular de profesional con signos de cansancio y que ya no es un adicto al Martini.

Craig es el Bond más bajo (1,75), pero también el que más músculos puede exhibir. «Casino Royale» y «Quantum of Solace» contaron, además, con directores un punto por encima del artesano cumplidor que suele asociarse a la saga, como Martin Campbell o Marc Foster, éste un cineasta con títulos de culto en su haber. «Skyfall» va más allá incluso y fue dirigida por Sam Mendes, el autor de American beauty. Repitió con la más floja Spectre. Que Craig ha logrado calar con su cara de boxeador rudo y mirada turbia quedó claro en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres, cuando Bond «acompañó» a la reina Isabel II en un jocoso salto en paracaídas. Fue la consagración definitiva de 007 como uno de los símbolos de la cultura británica. Bond save the Queen!