Robert Louis Stevenson era al final de su vida un aventurero y un invalido, como cuenta Joseph Farrell en su brillante relato de los últimos años del autor de "La isla del tesoro". Decía, rememorando uno de los versos de la infancia, que su cama era igual que un barco. Siempre estuvo en movimiento hasta que su salud se lo impidió; antes de refugiarse en el Pacífico viajó a Davos, Nueva York, San Francisco y Bournemouth.

En diciembre de 1889, el reverendo W.E. Clarke, de la Sociedad Misionera de Londres, observó un saco de huesos andando por la playa de Apia en Samoa. Stevenson estaba entonces tan delgado que parecía más espigado de lo que realmente era. Iba descalzo y caminaba con paso largo y marcado, absorto en sus pensamientos. Saludó al clérigo y mantuvo con él una breve conversación. Casualmente Clarke le comentó cuánto admiraba un libro titulado "El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde", y le preguntó si conocía la novela. "No sólo la he leído, la he escrito y antes la he soñado", contestó Stevenson.

En su casa en Vailima, cerca de Apia, desarrolló una gran producción: escribió novelas, baladas, versos y ensayos, y mantuvo una correspondencia vigorosa con sus allegados. Según estimaciones, 700.000 palabras salieron de la pluma de Stevenson en los cinco años que vivió en Samoa hasta su muerte. Educado en las baladas de Walter Scott, estaba preparado para recoger y convertir en ficción el folclore de la isla y el que había oído del resto de Polinesia. En su favor obró el conocimiento que tenía del ethos y de la cultura popular basado en el antiguo sistema de clanes de las Highlands. Por algo era, según Farrell, un conservador calvinista caduco con un espíritu quintaesencialmente escocés. Muchos europeos que se habían aventurado en los mares del Sur antes que Stevenson sólo habrían observadoen el color local difusos rasgos de exotismo, encanto, mística, glamour. Pero nada importante para profundizar en ello.

La historia proporciona un decorado ideal para el último acto de la vida del escritor escocés. En el momento de la llegada de Stevenson, Samoa estaba atrapada en medio de poderosas corrientes. Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos competían por la primacía colonial, comprando la tierra y despojando a la isla de recursos naturales como la palma de coco, que se convirtió en una maquinaria productiva de la que se podían extraer pingües beneficios.

Stevenson se puso desde el primer momento del lado de los samoanos, maltratados y explotados por los colonizadores. Denunció la situación en sus notas al pie de la historia, y también por medio de la numerosa correspondencia dirigida al "Times". La reacción que provocaron sus cartas no se hizo esperar. Tampoco la preocupación de sus editores que llegaron a pensar que Stevenson había perdido el juicio. Le aconsejaron que volviera a sus novelas, casi todos empezaron a pensar que estaba desperdiciando su talento en la defensa de causas desesperadas y que debía ocuparse de sus mundos imaginados. Pero el mundo real, samoano, aunque no se traducía en ficción era como si le produjese grandes réditos a la hora de escribir otras cosas. Repetía continuamente su credo de la decencia: sólo hay una forma de defender a Samoa, haciendo carreteras y jardines, y cuidando sus árboles. Se convirtió, a su manera, en un activista al frente de una gran familia de sirvientes y de colaboradores. En la casa que habitaba junto a Fanny, Stevenson nunca esta solo. Escribía junto a su hijastro Lloyd Osbourne. Buscó repetir la suerte de Jekyll con "The High Woods of Ulufana", quería escribir una historia en dos volúmenes de los Mares del Sur, y también una obra autobiográfica, "Memoirs of a Scottish Family", sobre sus antepasados.

Mientras se ocupaba de las reivindicaciones de los samoanos, éstos se esforzaban en entender cómo un hombre podía ganarse la vida simplemente poniendo una palabra tras de otra en un folio. También aprendieron a amar a Tusitala, el hombre que cuenta historias. Tantas que percatándose de que su vida iba a ser corta las escribía a doble velocidad.