Los nuevos tiempos, con las nuevas tecnologías al servicio de la mercadotecnia, han generado una nueva liturgia futbolística. Porque de liturgia se trata, con símbolos y ritos perfectamente codificados. Las camisetas hace mucho que han dejado de ser patrimonio exclusivo de los futbolistas para convertirse en vestiduras sagradas de los aficionados. Y las bufandas son estolas que se enarbolan cuando suena el himno. Ofrendan el sacrificio. Del rival, por supuesto. Para la gran mayoría de los aficionados, la guerra termina ahí, como antes lo hizo, y sigue haciendo, en el uso de ese lenguaje inocentemente belicista -disparos, cañonazos- que se utiliza para describir algunos lances del juego. Pero hay grupos minoritarios que quieren llevar su fervor a terrenos que, si son realmente peligrosos, es porque dejan heridos y hasta muertos en lo que convierten, efectivamente, en campo de batalla. Las calificaciones de "alto riesgo" que reciben algunos partidos, como el de anoche en El Molinón, tratan de evitar que la sangre llegue al río, es decir, que el Piles se convierta en el Manzanares. Pero cuando uno ve cachear a algunos hinchas al entrar al campo, no por comprender que es una medida necesaria, de puro prudente, deja de sentir una mezcla de vergüenza y melancolía. Sobre todo, cuando lo contrasta con el comportamiento general de la afición de esos mismos colores, que no sólo acompañó masivamente a su equipo, sino que estuvo a su altura durante el partido.