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Despacito y buena letra

Los árboles mueren de pie

Sobre la pérdida de la perspectiva de lo que debe ser la vida en muchas de las personas que nos rodean

Si la literatura es vida, pálpito y preocupación del ser humano, y el escrito, notario de su tiempo y hacedor de fantasías, no tiene que sorprendernos que en este mundo panteísta y cosificado, donde las mascotas -perros, gatos, tortugas, lagartos?-, osos, urogallos, lobos y jabalíes llenan las portadas de nuestros periódicos, uno se permita, con vuestro permiso, a hablar del roble. Todo ello, como siempre, fruto de la casualidad, y es que el pasado miércoles, deambulando por la parroquia gijonesa de Lavandera, me topé con un viejo roble, con tronco voluminoso, excesiva altura, pero con amenaza de ruina, pues a la altura de su cuello presentaba cierta carcoma, putrefacción o como se le quiera llamar. ¿Edad? Supongo que centenaria y, como tal, testigo de muchas grandezas y miserias, de guerras y alegrías, de proezas y vilezas. ¡Cuánto nos diría si pudiera hablar! ¡En qué quedan muchas veces las vanidades y ambiciones humanas!

No hace mucho un familiar muy próximo, de cierta edad, me decía:

-Mira, José, ese roble que está cerca de la huerta, ya existía cuando yo era guaje. Ha sido testigo del acontecer diario de varias generaciones de mi familia y si no hay ningún cataclismo lo será de las venideras.

La naturaleza es una fuente de datos inagotable y también de reflexión, y debe ser desilusionante para el hombre del motor, del móvil y del fútbol reconocer que un árbol, un simple árbol, va a durar más años que él, a pesar de los avances científicos de los últimos tiempos -se dice que un roble suele vivir unos doscientos años e incluso ser milenarios, como el Guernica. El carbayón de Oviedo, talado un 2 de octubre de 1879, tenía seiscientos años de vida- .

No hay peor ciego que el que no quiere ver, y digo todo esto porque a pesar del margen de vida que tenemos o nos queda, uno no entiende ni justifica tanta maldad y violencia como se respira a diario y menos tanta ambición o locura. Y todo, se supone, en aras de un bienestar, de un éxito, de una fama, y la culpa quizá sea que no conocemos las reglas del juego. Debe ser descorazonador para el hombre voraz, depredador, reconocer que un árbol, un simple árbol -ese roble cercano- va a ser testigo de su vida y de su muerte, y es que el árbol conoce sus limitaciones, sus medidas, sus posibilidades. Y el hombre, más anuncio y más consumo, no siempre conoce sus limitaciones, su altura, ha olvidado las reglas del juego y de todo hace problema; por molestar le molesta el mugido de una vaca, el "gua gua" del perro ajeno?

En Siero tenemos árboles que marcan épocas, que invitan a la tranquilidad, cobijo, asiento, reposo y conversación en todas sus parroquias, ya sea el texu de Ceñal, el joven y bello roble de La Fresneda, sito enfrente del Centro de Salud, o el del Rebollal, junto a la piscina municipal, recientemente talado, que obligó al gobierno de entonces a modificar el proyecto de acondicionamiento de la carretera AS-331 de Siero-Alto de Fumarea-Vega de Sariego para protegerle. Hoy, desgraciadamente, después de casi veinte años de respiración asistida, en previsión de otros males, ha pasado a mejor vida.

El roble, robur en latín, sinónimo de fortaleza, ya física, ya moral, cumple su destino: protege, refresca, cobija, alerta y cuando el destino amenaza ruina se desgaja, cae, rueda, pero sin protestar y orgulloso de sus muchos años y de sus muchas tormentas. Supongo que no tardando mucho conoceremos sus vivencias. El hombre con menos años, menos vida, quiere tocar las estrellas, tener éxito, pero se olvida de las reglas del juego, y es que sin conciencia, sin moral, el terreno es impracticable, impera la ley de la selva.

Hace unos días un niño sirio antes de morir nos dio el siguiente aviso: "Cuando muera lo contaré todo a Dios".

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