“Todo estaba calculado para consumirnos, para mantener nuestra carencia en cada ámbito: sueño, cuidados, comida, ropa… Nunca teníamos suficiente de nada, pero sí un poco: un poco de sueño, un poco de comida, algo de ropa, una enfermería. La intención era agotar a los detenidos para que acabaran desapareciendo por sí mismos”. Ese era uno de los métodos, aunque no el único, según nos cuenta Anise Postel-Vinay (París, 1922), para ir mermando la población en el campo de exterminio de Ravensbrück, por el que pasaron fundamentalmente mujeres, pero en el que también hubo una minoría de hombres y niños.

Llama la atención de estas breves memorias el estilo leve y elegante con que están escritas, quizá en buena parte obra de la experimentada periodista que las redacta -Laure Adler, biógrafa de Marguerite Duras y Hannah Arendt-. En estas páginas, el lector se pasea por el horror llevado de la mano por un tono ligero, distanciado y completamente ajeno al victimismo. Anise Postel-Vinay aborda cuestiones que han removido el centro de gravedad de la naturaleza humana, pero lo hace con la perspectiva que da el tiempo y, sobre todo, con la capacidad de superación de una persona que ha digerido una experiencia extrema, imposible de olvidar: “Ahora, setenta años después de mi regreso, ese pasado está cada vez más presente en mí. La huella se va haciendo más honda”.

Anise Postel-Vinay, joven parisina, inquieta, de familia acomodada -su padre era otorrino, su madre le procuró a ella y sus hermanos una esmerada educación- y con estudios de alemán, a los diecinueve años buscó formar parte de la Resistencia tras la conmoción que supuso para muchos franceses la rendición de Pétain. Consiguió adherirse al Servicio de Inteligencia de la Resistencia Francesa y allí, sin ser consciente de ello, en las complejas cadenas que se establecían para pasar documentos, coincidió alguna vez con Samuel Beckett. En agosto de 1942 fue detenida por la Gestapo y pasó por las cárceles de La Santé y Fresnes y por el campo de tránsito de Romainville, en Aquisgrán, antes de ser deportada al campo de exterminio de Ravensbrück en octubre de 1943, bajo las eufemísticas directivas “Noche y Niebla”, que permitían en la práctica la desaparición de personas sin dejar pruebas. En este campo hizo amistad con la etnóloga y miembro de la Resistencia Germaine Tillion y con Geneviève de Gaulle-Anthonioz, sobrina de Charles de Gaulle: “Himmler le escribió tres veces a De Gaulle para recordarle que tenía a su merced a varios miembros de su familia”. Durante el tiempo que pasó Anise en Ravensbrück, del que no fue liberada por la Cruz Roja sueca hasta abril de 1945, tuvo que coincidir también con la española Mercedes Núñez Targa, autora de un impactante libro sobre su experiencia en el campo, recientemente reeditado por Renacimiento.

De los insoportables recuentos, del hambre, las humillaciones y la deshumanización da cuenta este libro conciso e iluminador que se detiene algo más en recordar las inexplicables operaciones en las que se les quitaban huesos o músculos a las mujeres -tratadas como cobayas y conocidas como “conejas” (Kaninchen)- en los espantosos experimentos nazis.

“Durante la guerra perdí la capacidad de dormir a pierna suelta”, afirma Postel-Vinay. A quién podría extrañar.