Los límites funcionan como espejos. En el límite se atisba el exterior, pero sobre todo se refleja con la mayor claridad el interior. Tomemos varios límites: el último verano de la II Guerra Mundial, un pequeño grupo de soldados alemanes aislados, una posición en la que la vigilancia de una línea férrea es la única misión. Y empieza el carnaval de las conciencias. Librados a sí mismos, los soldados enloquecen, se obsesionan con animales y plantas o, presas del aislamiento, se ven dominados por el eterno conflicto entre las órdenes y el runrún de los pepitos grillo. Ese es el cuadrilátero en el que el alemán Sigfried Lenz (1926-2014) situó en 1952 El desertor. Demasiado pronto para una Alemania que ni siquiera había empezado a lamerse las heridas. Así que la obra acabó en un cajón hasta que, a la muerte de Lenz, fue rescatada para gozo de los lectores que se internaron en sus páginas. Ahora usted también puede.