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Empatía o los saberes del cuerpo

Una reflexión sobre el dolor tras escuchar el paso estruendoso de los aviones del Festival Aéreo de Gijón

Decimos verano. Tumbada, leo bajo el sol velado de una ciudad que reconozco como "casa". Es sencillo identificar esta relación: siento que pertenezco a sus paisajes y a sus calles, que puedo transitar por ellas sin necesidad de justificar mi presencia aquí. No he venido a trabajar, a visitar a mi familia, no estoy estudiando o de paso, habito este lugar como lo he hecho siempre, con una suerte de inmanencia animal que se despliega y se tumba en la tranquilidad de una siesta en territorio conocido.

Estaba leyendo lenta, desprotegida en mi calma, cuando el sonido atroz de un avión que realizaba su ensayo un día antes del festival aéreo aconteció en mi cuerpo e impuso un cambio total de estado. En la inmediatez de los sentidos que dispararon mi sistema para activar el modo alarma, no hubo lugar para la reflexión: "No hay peligro, Sara, esto forma parte de una actuación controlada, también de algo que llaman ocio". Lejos de tal pensamiento, mi primer pensamiento articulado fue "Guerra Civil de Siria". Así que era esto lo que se sentía "una certidumbre ensordecedora vibrando hasta en el tuétano" antes de que bombardeasen tu ciudad. Lo segundo fue recordar el poema de Sofía Castañón donde escribe a su hijo, aterrorizado también por la irrupción de los aviones de guerra en Gijón, mientras imagina a otra madre que vive en un país donde no hay celebración del simulacro, sino realidad a carne expuesta. La ansiedad visceral ante la máquina de guerra, un estímulo reconocido inmediatamente como amenaza, nos conecta con aquellos lugares donde el sonido que abre el cielo jamás podría ser interpretado como indicio de fiesta sino de catástrofe, un dolor difícil de verbalizar porque nos deja temblando, sin vías para pensarlo.

Escribe Antonio Damasio, profesor de neurociencia, que el cerebro puede simular algunos estados corporales emocionales logrando por ello sentimientos de empatía. Tal cosa ocurre, por ejemplo, cuando ante el relato de un accidente sufrido por otra persona en el punto cumbre de la narración, llegamos a sentir un pinchazo bajo las costillas que, de algún modo, imita la sensación que padeció la persona directamente implicada. La multiplicación de los relatos de dolor en los medios de comunicación, por el contrario, parece que termina por anular la posibilidad de la respuesta "mágica" de la empatía.

En un mundo tan mediado por narrativas que pretenden abarcar y resumir la experiencia humana para ofrecerla en un lenguaje adaptable a los titulares, deberíamos atesorar nuestra capacidad de sentirnos afectados por las emociones de los otros. Cabe incluso imaginar una política basada en la empatía que, desconfiando de las morales de turno, tuviese por red constitutiva el respeto a la vida y el reconocimiento de la vulnerabilidad de todos. Decir esto es saber que somos, siempre en potencia, capaces de sufrir el mismo dolor que atraviesan esos "otros" que ahora miramos, como a familiares personajes de ficción, desde el lado más seguro de las pantallas. Y no sólo en las pantallas. Constantemente encontramos a "los otros" también en los márgenes de la calle, aislamos sus situaciones particulares en un tanque de prejuicios que nos sirven para explicar racionalmente su desgracia y protegernos de ella.

El gesto que inicia la ruptura del tanque espera siempre dentro, disponible en el propio cuerpo. Escucha tu miedo, la angustia animal bajo el sonido intolerable del avión. Escucha lo que hay de ancestral, irremediablemente común en tu dolor. Entonces comencemos a pensar, a organizar nuestros modos de vivir sólo desde ahí.

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