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Con sabor a guindas

En la sacristía como amigo

Sobre los rincones personales en los que cada uno guarda lo más valioso de sí mismo

Cuando pronunciamos la palabra sacristía la mayoría de las opiniones la dan como el lugar donde se guardan los ornamentos del culto eclesiástico. Diríamos que es el sitio sagrado y la columna vertebral de la trastienda de la iglesia.

Uno que fue monaguillo largos años en la parroquia de su aldea conoce a la perfección todos sus secretos internos. En ocasiones nos tentaba el sacrilegio que acababa en sacrificio ante la privación de ese trago de vino dulce al alcance de nuestras manos.

Servidor, como hombre de bodega, era el catador de aquellas venturas del oloroso moscatel para elegir el más adecuado en calidad. Sabrán ustedes que en mis destilerías a la llamada sacristía se le tiene un especial respeto. En ella se albergan, en botas de roble, las mejores cosechas de un buen vino, coñac y aguardiente donde duermen su sueño en el silencio del tiempo.

Luego, en reposo, hay que dejar trabajar a la araña de la vida para que sus hilos, trazados y sedosos, atrapen mis barricas y puedan tejer su tela cautiva sobre las viejas soleras y archivar su calidad guardando celosamente su contenido. Admiro la habilidad de su tejer. Su debilidad se hace fuerte en los múltiples caminos de sus redes y que detrás de cada cuadro existe la más segura protección, como si se tratara de una puerta blindada para defender el trofeo conseguido en su laborioso trabajo.

Supongo que en nuestras vidas habrá un montón de rincones donde la particular sacristía personal tenga su responso. Sería bueno que este nombre se registrara como referencia de la amabilidad, sensatez, bondad, buenos principios, diálogos, generosidad, relaciones familiares y amistosas, al objeto de dar fe de una buscada felicidad.

Haríamos entonces a esa especial sacristía cimiento de todas esas bondades y sobre ellas levantar el edificio del mejor entendimiento en el vivir de la actual sociedad. Les confieso que en mi vida he tratado de que fueran ejemplo a seguir el cuidado y mantenimiento de las cosas que nos rodean.

Quiero pensar, al menos es mi deseo, que para todos, los hechos vividos nos hacen vigilantes del destino. Son como un pozo de ilusiones donde la noria de nuestras vidas llena y vacía sus cangilones para regar la cosecha del futuro que nos espera.

Para ello es necesario no olvidarse nunca de ese diálogo compartido para hacer viable el equipaje de la palabra y emprender ese viaje con la suavidad y dignidad de su significado. Diría que con prudencia para no herir ningún tipo de sensibilidad por parte de alguna.

Le oí decir a Vargas Llosa que para transmitir la pureza de la escritura hace falta inocencia. Por ello, acaso, la palabra, como el mejor de los amores, sirva para distinguir la verdad de la mentira. Ante ello, es recomendable poner música en la pluma que deja la constancia de nuestro decir.

Pienso que todo es ponerse a practicarla. En mi vivir en La Mancha mi interés por el Quijote hizo que nunca me disgustaría su romántico pensar. Siempre consideré sus ideas más que locuras sueños de futuras realidades. Son como guardias vigilantes de ilusiones y esperanzas. Quizás sus deseos eran instilar a los demás esa correcta educación y virtudes para la mejora de este mundo nuestro tan desajustado en su diario vivir.

Busquemos, pues, en nuestra particular sacristía, la mejor forma de funcionar. Hace tiempo, un sabio griego Isocatres, ahí es nada cuatrocientos años antes de Cristo, recomendaba la lectura como la brújula necesaria. El libro nos reconforta siempre. Necesario, también, cuando el amor llama o el desencanto aparece. Revela secretos dormidos que necesitamos despertar. Es, sin duda un amigo de sobrada experiencia. Hágale un hueco en la sacristía de su hogar.

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