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Paralelo 43

La cesta de churros

Historia de un pequeño vendedor que se ganaba la vida en el tren

El chalet estaba en La Manjoya, pero por sus hechuras bien podía encontrarse en Hollywood. Tras la entrada porticada se descubría una escalera central gigantesca que ascendía para desdoblarse en dos brazos. Imaginé que la habían copiado del Queen Mary. Tras los ventanales se veía el gran jardín bien segado. Allá abajo, la autopista y la vía del ferrocarril y detrás Oviedo, en la que resaltaba el caparazón de crustáceo del Calatrava. Me acordé de Mónaco. Aquel chalet tenía el mismo olor a dinero.

El dueño, de sesenta y tantos años, comerciante, y muy ágil, amaba la poesía, lo que me sorprendió, y era un buen narrador. Abrió una botella de oporto, rellenó dos copas, y me dijo:

-Te voy a regalar una historia de trenes.

Años cincuenta. Cada día, antes de amanecer, un hombre joven, pero ya padre de varios hijos, cojeando debido a una herida de guerra, se acercaba a una pequeña chabola en Ablaña. Allí preparaba los churros de los que vivía su familia. Poco después uno de su hijos -niño aún-, cogería una cesta ya cargada, se acercaría a la estación y subiría al tren para ofrecer la mercancía, intentando huir del revisor. Eran años duros.

El vendedorín no podía salvar los peldaños del vagón con la cesta de la mano, por eso la dejaba en el andén, subía, y pedía a alguien que se la acercase.

Pero una mañana no apareció nadie. El tren arrancó, y los churros se quedaron atrás.

La pérdida era terrible. ¿Qué iba a contar en casa? Con la falta que hacía el dinero... ¡Menuda le iba a caer!

El nenín empezó a llorar. De pronto vio al revisor.

-¿Qué te pasa, porqué lloras?

Y el crío, entre hipos, le contó lo sucedido

-¡Maldita sea -dijo el revisor-, además de hacerme el tonto cada mañana para que puedas vender tus churros sabiendo que no tienes ni para el billete, ahora tengo que ayudarte! Ven, anda, pero no llores más, ¿de acuerdo? Mira, la próxima parada es Olloniego. Desde allí llamamos a Ablaña para que te recojan la cesta, y en el próximo tren te la acercarán, ya verás.

Y así se hizo. Bajaron entre nubes de vapor, el jefe de estación descolgó el auricular y comenzó a darle al rabil.

-A ver, Ablaña; a ver, Ablaña...

Por fin contestaron. Buscarían la cesta. Si aparecía iría en el siguiente tren.

El niño se sentó un banco. Volvió a llorar.

Las horas pasaban, pero no llegaba ningún tren desde Ablaña.

Por fin oyó un pitido y apareció una maquinona expulsando bocanadas de humo gris que se detuvo entre chirridos y vapor a la altura del rapacín.

Dos hombres con boina y cara ennegrecida por el carbón lo miraron curiosos desde la máquina, allá arriba.

-¿Yes tú el de los churros?

-Sí señor -respondió el crío casi sin voz.

Le acercaron la cesta.

Pero estaba vacía. Notó una opresión en la garganta y las lágrimas amontonándosele en los ojos.

-¡Aparta el trapu del fondo, nenu! -le dijo el maquinista.

Debajo del paño había un billete de cincuenta pesetas. De haber vendido los churros hubiese obtenido la mitad.

Levantó la cabeza para mirar a los dos ferroviarios con los ojos grandes llenos de agua. La máquina silbó y comenzó a caminar. Los dos hombres le sonreían desde allá arriba y le decían adiós con el brazo.

-El rapacín de los churros era yo -me dijo el hombre mientras me servía otra copa de oporto.

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