La mitad de la belleza del mundo está en los ojos que la miran

("Enigmas con jardín", J. L. García Martín)

A este jardín // no podrás volver más

("Sequedad", A. Duque Amusco)

Ahondando en mi infancia tengo a las dalias como flores preciadas y esperadas.

Mi abuelo se esforzaba en que poblaran el ala sur de su jardín de Salinas. Llegarían en agosto, tras hortensias y geranios.

Había que confiar en su mágico brote, resguardarlas de la depredadora marina y ahuyentar restricciones de regadío. Agravaba riesgo de fracaso la supuesta prohibición laboral del Génesis sobre el descansado y enigmático séptimo día, contaminante en aquellas calendas de otros dos, uno conmemoración de alzada golpista, otro de compostelano guardar, festivos de julio, mes en honor nominal de un genocida pagano, Cayo Julio César, tan ambivalente. Se ayudaban aquellas dalias, sujetos sus pescuezos a estaca firme. Crecían en pétalos largos, tonalidades planas y diverso colorido, aunque mi magín no las retiene verdes. El Thyssen nos acaba de descubrir al impresionista Caillebotte, que debatía con su íntimo Monet de mixturas pictóricas y dalias, especialistas que eran en ambas búsquedas.

Sólo he tratado a una Dalia humana y se ha ido tristemente. La conocí en París, distrito 10, cuando en 1972 visité a su padre, el pensador Ramón Álvarez Palomo, consejero que fue del Consejo Interprovincial, luego Soberano, de Asturias y León. Era niña inquieta y cultísima. En veranos posteriores, Eloína y yo, con algunos amigos, nos acercamos a Hendaye Plage, donde los Álvarez Molina aproximaban a su vez la mirada a una España, ya llena de esperanzas redentoras. Reproduje, en "La sirenita y otros coletazos", la emocionante correspondencia de cómo esa familia preparaba la vuelta con acentuada preocupación por los estudios de Dalia y de su hermano.

A ese regreso definitivo asistí en la estación gijonesa de ferrocarril. Era un agosto en el que las dalias habían por primera vez desaparecido del jardín de mi querido antepasado, ya fallecido.

Y, siguiendo la huella del tiempo, presencié la clase que José Girón invitó a Ramón en la Facultad de Humanidades. Mi amigo era heredero de sus históricos correligionarios Mallada, Entrialgo, Martínez, Quintanilla... En ese mismo Milán, antiguo seminario y cuartel, cuya conversión universitaria tanto me enorgullece, llegaría a profesar Dalia tras una importante tesis sobre Céline, destacada aquí por Fernández Cardo. Pese a tratarse de texto inédito, me permitió utilizarlo en el II Congreso de Bibliografía Asturiana.

Supe que era un fenómeno intelectual; desde el bullicioso patio de un barrio del corazón parisino.

No habrá más Dalia ni dalias; quedan, sin embargo, en la ensoñación de mi adolescencia, blindada de momento contra la sequedad, y en el no menor sueño utópico de aquel París post-68.