-Nací en Cabielles, en una casina muy pequeña de un pueblo sin carretera, con el agua en la fuente, a medio kilómetro, y una bombilla por toda luz eléctrica. Había 15 casas, 40 vecinos y una escuela, compartida con Torió, que era una vivienda cedida por un indiano, a la que íbamos 15 neños y neñas. La maestra, Cándida Cuesta, era de Morente (Oviedo), buena, muy humana. Nos enseñó a leer periódicos con LA NUEVA ESPAÑA. Recuerdo: «Ha muerto Pío XII» y «Durante el mes de agosto han muerto 50 personas en accidentes de circulación» a finales de los años cincuenta.

-¿Cuántos eran en casa?

-Mi madre y yo vivíamos solos hasta que tuve 10 o 12 años, que regresó un hermano que es 13 o 15 años mayor que yo, Antón, y trajo vacas y ovejas. En la posguerra, en esta zona, la vertiente norte de los Picos de Europa, no había lobos y se dejaban las ovejas sueltas en el monte. Se juntaban varios rebaños en la zona de Portiella, aparecieron unos perros asilvestrados y nos hicieron un estrago terrible. A mí me mataron media docena. Ahí me di cuenta de lo que puede ser un lobo en un rebaño de ovejas. Luego, Antón se casó y se fue de casa.

-¿Cómo era su madre?

-Había quedado viuda durante la guerra y tuvo que ganarse la vida trabajando como podía, de jornalera, cultivando la poca tierra que teníamos. Tengo dos hermanas mayores que habían ido a trabajar a Gijón, con 14 años, que en seguida se casaron y formaron su familia. En Navidades íbamos con ellas. El hermano se fue a Alemania y ahora vive en la casa materna.

-¿Cómo era su madre con usted?

-Como todas, posesiva, pendiente de mí. Ahora lo entiendo pero, entonces, frustraba porque yo tendía a la aventura. Cuando no había que estudiar o hacer tareas de campo nos juntábamos los chavales de dos o tres pueblos e íbamos a pescar, a fruta, a nidos, excursiones pequeñas pero que nos parecían viajes al Amazonas.

-¿Cómo se recuerda de guaje?

-Me gustaban las novelas del Oeste y los tebeos de ciencia ficción, que entonces era lo último. Cuando era ganadero leía las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que se prestaban y cambiaban. Cuando tenía dineruco veía las películas del Oeste que daban en Cangas, que tenía tres cines. Con otros pastores, intentábamos aprender a lacear las vacas. Éramos vaqueros sin caballo, sin Winchester y sin lazo. En esas horas de monte atendía a los pájaros y lo que había alrededor. Conocí los 10 kilómetros a la redonda de mi casa como la palma de la mano, de día y de noche. La ganadería era lo que había, pero no era lo mío, yo sabía que no iba a estar siempre así.

-¿Cuándo empezó su relación especial con los animales?

-Siempre tuve afición. Eran los juguetes de los niños de aldea. Todos los veranos tenías un cuervo, un cárabo, un malvís. Los que venían de segar y encontraban una nidada de huevos de codorniz te la daban. A los 3 años tuve un gorrión al que mi madre intentaba dar de comer. El segundo fue un cárabo con un ala rota, que me parecía muy grande. Era un ave de mal agüero con fama de que, cuando cantaba cerca de una casa, moría alguien. Un día que estaba alimentándolo, se me tiró a darme picotazos en la cabeza, lo que me asustó pero no me traumatizó. De escolar andaba desnidando, cogiendo huevos, yendo con los cazadores para tener en la mano una ardilla. Era cazador pasivo desde que mi madre me dejaba salir con 8 años con Roberto, el marido de la maestra, carpintero en Cangas, que también cogía setas, lo que aquí era muy raro porque las llamaban «pan de culiebra». Él distinguía un par de ellas comestibles y eso me hizo cuestionarme que no todo lo que se decía era verdad. Roberto era un ovetense clásico, campechano, conversador, futbolero. Cuando trabajé en Oviedo encontré muchos robertos.

-¿Fue cazador activo?

-A los 18 años tuve escopeta pero cacé poco tiempo porque me di cuenta de que, cuando matabas un pájaro, un animal, desaparecía de la zona y tardabas años en volver a ver otros ejemplares. Una primavera que hubo muchos zorros y abrasaban los gallineros nos contrataron los paisanos. Nos compraban cohetes, les vaciábamos la pólvora, la poníamos en una piedra, colocábamos otra encima, lanzábamos una tercera sobre ellas y estallaba. Los zorros atacaban entre las 11 de la mañana y las 3 de la tarde y espantarlos así funcionó tres semanas, hasta que empezaron a venir de noche. Tenía un vecino que era un alimañero muy hábil, Antón el del Cuetu, uno de mis primeros maestros, que conocía las madrigueras. Tenía una trampa que consistía en un cajón de madera que ponía en la boca de la madriguera y el resto lo cerraba con piedras. Cuando el zorro quería salir, entraba en la caja y cuando rascaba en el fondo, se disparaba una puerta, que lo encerraba sin dejarlo moverse, porque era muy angosto. Los capturabas vivos y sin daño. Saber eso permitió estudiar.

-¿Cómo?

-José González, un indiano que había vuelto de México con mucho dinero y sin hijos -donó 20 millones de pesetas para la iglesia nueva de Cangas de Onís- había tenido, desde pequeño, el sueño de colocarle un cascabel a un zorro. Alguien le contó que yo cazaba raposos y me encargó que le consiguiera uno. Cuando lo tuvo, lo soltó en la carretera de Caño y así cumplió una fantasía infantil que tiene algo de película de Fellini. Lo vio correr con el cascabel y nunca se supo más del zorro. Yo tenía 17 años, le caí bien, se informó y pensó que yo podría estudiar Veterinaria. Pagó mis primeros años en el Instituto Rey Pelayo de Cangas, en el que entré a los 18 años.

-¿Cómo era el instituto?

-Tenía mucha categoría. Venía gente de Cangas de Narcea, de Tapia de Casariego, de varios sitios de Cantabria. Aquel Bachiller era mejor que una carrera de hoy.

-¿Quiso ser veterinario?

-Empollé libros de Anatomía Humana de un amigo médico porque me hubiera gustado ser cirujano. Mi profesor de Ciencias Naturales, César Cifuentes, veterinario, es una de las personas que más me estimuló. Era el hueso del instituto pero yo sacaba matrículas con él. Para las clases prácticas necesitaba renacuajos y yo llevé un bote lleno. Colocó un renacuajo en el porta del microscopio. En la cola, transparente, se veía la circulación sanguínea. Nos dijo: «Esto es lo que estimuló a Ramón y Cajal a hacer Medicina porque le pareció que aquello era ver vivir la vida». También le llevé cadáveres de aves o ardilla para disecciones. Para mí era anatomía comparada porque yo disecaba.

-¿Disecaba?

-Ardillas, algún pájaro, cabezas de rebeco para los cazadores. Aprendí con un libro: «El arte de disecar». Entonces, en la cuenca minera había mucho dinero y los mineros venían con escopeta y arrasaron con los pájaros. También proliferaba la caza mayor y llevaba los perros a algunas partidas. Ganaba algún dinero y, como no tenía vicios, ni fumaba ni bebía, lo gastaba en tecnología porque me gustaban también la fotografía y el cine.

-¿Cómo progresaba su afición por los animales?

-Cuando tenía 18 o 20 años esto era un coto y salía mucho con un guarda, Ángel Fueyo, de más de 50, muy andador y muy eficaz con los zorros. Los cazaba con lazos, hoy prohibidísimo, pero no dañaba a otras especies porque conocía muy bien los pasos de los raposos. Lo tenía limpio y empezaron a proliferar corzos, liebres, perdices, codornices... Me enseñó mucho. Entonces los animales sólo se veían en función de si se aprovechaban y no.

-¿Y usted?

-Los veía de otra forma. Con mis primeros gemelos, de tres aumentos, comprados en el bazar El Barato, de Cangas, disfruté viendo a los zorros alimentar a sus crías. En Rescura, oculto detrás de un tilo, vi una camada de zorros en un lleráu. Apareció la madre con comida en la boca: cinco ratones de campo y dos pollos de petirrojo. ¿Cómo pudo arreglárselas? Empecé a darme cuenta de que los zorros, cuando no comen gallinas (en la época de cría, mayo y junio), no son tan malos.

-Otra afición fue la fotografía.

-Un cuñado me había regalado una cámara suya, una Werlisa. En el instituto teníamos un pequeño laboratorio y aprendimos a revelar fotos en blanco y negro. Hice mi primera foto de animales a un turón muerto. Lo puse en una piedra como si estuviera vivo. Hacía retratos, algún paisaje, fotos de los animales disecados.

-¿Cómo se relacionaba en el instituto?

-Bien. Era mayor que los demás. Siempre llegué un poco tarde a todos los sitios. Nos dividíamos entre futboleros y no futboleros. Yo era de los segundos y en los recreos iba a la biblioteca a hojear libros de ciencias naturales. Enseñé a muchos amigos a distinguir la víbora del resto de las culebras de Asturias. Gané fama de culebrero por llevar alguna en el bolsillo. Una vez, cuando trabajaba en TVE, un compañero dejó una a Miguel Rama en la mesa, donde tenía puestos los pies, y de un salto llegó al pasillo y echó a correr gritando que nos expedientaría a todos. Cuando me ve, me llama «culebrón».

-También hizo espeleología.

-Sí. Teníamos un grupo, Los Esperteyos, nos metimos en la OJE de Cangas de Onís, nos dieron una subvención y compramos cuatro cascos con luz, dos escalas de 20 metros y una cuerda de 50. En un pozo encontramos un montón de obuses italianos de la guerra. Dos de Santander, que estaban internos, metieron un par en sus mochilas y, el lunes, en el taller de tecnología, uno de ellos desmontó un obús y le sacó la trilita. El profesor se asustó mucho. El otro chico dijo que tenía el suyo debajo de la cama. La Guardia Civil llegó a media mañana a por nosotros. Nos tomaron declaración. No teníamos miedo porque los guardias eran conocidos y padres de compañeros. A los pocos días unos «jeeps» del Ejército, al mando del capitán Arranz, nos llevaron a buscar los obuses y los detonaron. Después nos mandaron ropa militar para el equipo.

-¿Algún descubrimiento más?

-A finales de los sesenta, casi en solitario, en la cueva de la Huelga, el yacimiento Neandertal que estudia Mario Menéndez, de la UNED. También hice las primeras fotos del «oso de Benia», en color. Unos ingleses habían descubierto los huesos y pusieron «burro». Un día que no estaba yo, el grupo bajó y me dijo que creían que era un oso. Se veía un cráneo grande en una laguna que otro día desecamos e hice las fotos. Hace poco comparé un esqueleto de oso con el «oso de Benia» y le dije al alcalde de Onís que aquello no era un oso. Cuando apareció la paleontóloga Ana Pinto le pasé las fotos, le dije que parecía un herbívoro por un hueso de la pata y a las tres horas me dijo: «es un rinoceronte». El oso pasó a rinoceronte y ahora se baja a ver. Metí la cuchara en muchos guisos.

-También le dio por la cetrería.

-Había leído un libro y, con otros chavales, adiestramos un pollo de cernícalo. Usábamos un guante de soldadura para evitar que nos arañara. Luego seguí con un ratonero y compré el libro que acaba de sacar Félix Rodríguez de la Fuente -«El arte de cetrería»- un catecismo. No tenía halcones y practiqué con gavilanes, los más difíciles. En 1967 pasé octubre en la estación biológica del coto de Doñana, anillando aves. Llegamos a batir un récord. Fue gracias a José Antonio Valverde, al que le interesaban los reptiles y micromamíferos y yo le enviaba ejemplares de los de Asturias en formol.