Cuentan que, en sus últimos años, a Pedro Pidal, primer conquistador (con Gregorio Pérez, el Cainejo) del Naranjo de Bulnes, le gustaba acercarse por la primavera al mirador del Pozo de la Oración y que desde allí saludaba al Picu con estas palabras:

-Hola, viejo amigo, ¿cómo has pasado el invierno?

No consta la respuesta del Picu, pero, en el caso de que la hubiera habido, podría haber sido algo así:

-Bien, pero un poco aburrido. Por el invierno aquí no viene nadie.

Porque así había sido siempre, y lo continuaría siendo durante bastante tiempo después de las primeras conquistas. Aunque a partir de los años cuarenta las escaladas en el Picu Urriellu se incrementaron de forma creciente, se trataba de una actividad estacional, centrada básicamente en los meses de verano y comienzo del otoño. Era, asimismo, una actividad presidida por una estricta discreción, en la que el relato de las hazañas deportivas, como la apertura de nuevas vías, quedaba poco menos que relegada a los boletines de los clubes de montaña. Ni siquiera el hito de la primera ascensión invernal, culminada el 8 de marzo de 1956 por Ángel Landa y Pedro Udaondo, alcanzó mayor resonancia. Yo tuve la suerte de oírsela contar a Udaondo mucho tiempo después y, con la franciscana modestia que le caracterizaba, casi ponía más énfasis en relatar las penalidades para trasladar el equipo por unos Picos cargados de nieve o en describir el intenso frío que se sufría en el interior del refugio de Vega de Urriellu - «una nevera»- que en ponderar las dificultades que habían debido sufrir para progresar hasta la cima por la vía elegida, la de los Hermanos Régil, en el espolón Noroeste, tallando escalones en el hielo o quitándose las botas, porque Ángel Landa descubrió que, calzados sólo con calcetines, los pies se adherían mejor al hielo.

ÉPICOS RESCATES. Todo empezó a cambiar a partir de dos resonantes rescates en los que la épica se mezcló con la tragedia. El escenario fue esta vez una parte concreta del Picu, su impresionante Cara Oeste, una pared vertical de 500 metros de altura como no hay otra en España y no hay muchas en el mundo. Desde que el 21 de agosto de 1962 los aragoneses Alberto Rabadá y Ernesto Navarro habían culminado la hazaña de vencerla, trazando para ello una vía que de inmediato se convertiría en legendaria, la repetición en invierno de ese itinerario imposible se había convertido en el mayor reto del alpinismo español, si bien tal desafío no trascendía del ámbito relativamente reducido de los iniciados. Por eso, cuando a finales del mes de 1969 los guipuzcoanos Francisco Berrio y Ramón Ortiz se propusieron acometerlo en invierno, es posible que sólo estuvieran al cabo de sus planes unos pocos allegados. Hay evidencias de que prácticamente llegaron a alcanzar su objetivo, pero el desprendimiento de un taco de sujeción, muy cerca de la cima, provocó una caída brutal, en la que fueron saltando uno tras otro los seguros que habían ido colocando mientras los cuerpos de los dos escaladores se despeñaban golpeándose contra la pared hasta que, ya sin vida, quedaron colgando sobre el vacío, uno a cada lado y unidos por la cuerda que, al engancharse en un saliente de la roca, había impedido su caída hasta la misma base. El accidente se reconstruiría luego, porque nadie lo vio. En Vega de Urriellu no había en ese momento equipo de apoyo alguno. Por eso lo ocurrido tardó varios días en trascender. Sí lo hizo, en cambio, el rescate que se puso en marcha cuando los familiares de los dos escaladores encendieron la alarma ante la falta de noticias sobre ellos. Las peripecias de la arriesgada operación de rescate que fue necesario poner en marcha para intentar llegar hasta los accidentados y, a la postre, para sólo poder recuperar sus cuerpos, aunque fuera dejándolos caer al vacío, pues no se pudo hacer otra cosa, tuvieron una gran repercusión en los medios de comunicación, no solo en los asturianos sino también en los nacionales.

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