La visita de los duques de Montpensier al santuario de Covadonga, en 1857 y a lomo de caballo, debió poner sobre aviso a Isabel II. Sabía de la propensión de su cuñado al enredo. Un año después, un 28 de agosto, se desplaza ella misma hasta aquel lugar de devoción, cruzado de fértiles simbolismos históricos y políticos. Se hace acompañar del príncipe heredero, Alfonso XII, que recibe la confirmación. A sus muchos nombres se le suma, no por casualidad, el de Pelayo. Se abría así una tradición, que tendrá continuidad el próximo sábado, con la que los Borbones prestigiaban el Real Sitio y hacían suya la historia del lugar como forja de la nación española.

Fue la tesis que defendió ayer el historiador y crítico Francisco Crabiffosse: "Esa visita de Isabel II en 1858 buscaba eso, la unión de la monarquía con Covadonga". Un viaje significante porque ni siquiera la madre de Isabel II y regente entre 1833 y 1840, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, había pisado Covadonga en sus incursiones asturianas.

"Aquel viaje regio puso en órbita el significado de Covadonga como foco originario de la nación", explicó Crabiffosse, para quien esa visita de 1858 pone el cierre a un período de la historia de Covadonga y abre otro muy diferente. Años oscuros y otros en los que el Real Sitio es imán, metáfora de la construcción de la identidad española y aun de la gran empresa imperial. Una erudita conferencia que Crabiffose dio en la recuperada Antigua Escuela de Comercio, en Gijón, organizada por El Foro de Asturias.

Crabiffosse destacó el papel de algunos asturianos en la consolidación de Covadonga como lugar de fervor, pero también como espacio simbólico. Jovellanos, por supuesto. Y muy importantes: el marqués Pedro José Pidal y el ministro Alejandro Mon. Ambos combatieron toda posibilidad de que la ley de desamortización de Mendizábal pudiera afectar a Covadonga.