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Así hablaba la familia: "La vida va mal, de esto no curamos"

«Andas para adelante porque no te queda otro remedio. Odias la primavera, el sol, los pájaros, las flores, odias todo eso, porque te parece que en el mundo no pasa nada»

Así hablaba la familia: "La vida va mal, de esto no curamos"

La familia de Sheila Barrero hablaba en el año 2014 con LA NUEVA ESPAÑA. A continuación reproducimos el reportaje de Pepe Rodríguez.

«Andas para adelante porque no te queda otro remedio. Odias la primavera, el sol, los pájaros, las flores, odias todo eso, porque te parece que en el mundo no pasa nada», explica, con la mirada perdida en el ventanal, Julia Fernández, madre de Sheila Barrero, la chica degañesa asesinada hace ahora diez años. Su marido, Elías Barrero, apostilla: «El mundo no es justo». El crimen no ha sido resuelto.

Cuando el día 25 de enero de 2004 Sheila Barrero fue asesinada a sangre fría en su propio coche una parte de Degaña murió para siempre. Nadie ha sido llevado a juicio por el crimen, y la familia de Sheila no sólo convive día a día con la tragedia y la pérdida irreparable, sino que permanece en un estado de perpetua agonía. Lejos de mejorar, su vida no hace más que dar tumbos entre la pena y la rabia.

«He perdido la alegría, la gracia. No quiero hablar con la gente», cuenta ensimismado en su malestar el padre de Sheila. «La gente te invita a cenar, a salir, y pones buena cara, porque ¿qué culpa tienen ellos de nada? Y lo hacen por tu bien, pero no quieres hacer nada», remata.

La familia de Sheila vivía en un piso en la calle principal del pueblo de Degaña, pero hace ya un tiempo que se han trasladado a una casa alejada del centro urbano, en una zona conocida como Barriocorral. Tienen catorce ovejas y una vaca, unas fincas que trabajar, unas huertas..., por aquello tan del Suroccidente de no abandonar las tierras. No es que se trasladaran para huir del encuentro con vecinos, insisten, pero allí pasan días en que no hablan con nadie.

«De esto no cura uno. La vida va mal, muy mal. Intentas llevarlo, pero amaneces todos los días con ello en la cabeza», dice, en voz baja, Julia, madre coraje. «Presumimos de justicia, de España..., y un caso que está tan claro como éste, y pasan los años y nadie hace nada». «Y es que está clarísimo», cuenta, recuperando la voz, Elías.

La familia tiene muy claro que los hechos hablan por sí solos. Sheila era licenciada en Turismo y trabajaba en Gijón en una agencia de viajes, algo que la llenaba. Los fines de semana iba a ver a sus padres y trabajaba en un bar de Villablino (León), pueblo vecino de Degaña. El 25 de enero, a las ocho de la mañana, en el camino de regreso a casa el coche de Sheila fue parado por alguien conocido, pues no había señales de frenazos ni forcejeos, que se sentó en el asiento trasero del vehículo y disparó a la chica de 21 años. Hubo testigos que vieron un coche en la zona parado en la carretera, pero su declaración fue confusa. Hubo un imputado, un chico que había mantenido una relación de apenas un mes con Sheila, que había discutido públicamente con ella, al punto de hacerla llorar en el bar, que presentaba pólvora en sus manos. Hubo una fibra que podría haber pertenecido a la chaqueta de ese chico en el asiento del coche de Sheila. Hubo un montón de evidencias, a ojos de la familia, pero la justicia consideró que no había pruebas suficientes y el caso fue archivado sin llegar a juzgarse.

Hay, y habrá, una familia destrozada por el dolor de la muerte y la rabia de no tener el caso esclarecido. «Al juez no le valía nada. Le dice la Guardia Civil que tiene los residuos de disparo idénticos a los casquillos del coche y no le vale, que las pruebas de fibras no son específicas..., todo así», apunta Elías Barrero hijo, el hermano mayor de Sheila. Fue él el que encontró el cuerpo de su hermana, algo que lo perseguirá toda la vida, «fue el peor momento imaginable, y no hay un solo día en que no lo recuerde. Es más, varias veces al día, porque encima tengo que pasar todos los días por allí para ir a trabajar (a la mina de Cerredo)».

El imputado fue un chico que la familia de Sheila tiene muy claro que cometió el asesinato y, para su infinita desgracia, tienen que cruzarse con él de vez en cuando, pues vive en la zona de Villablino. «Él está aleccionado para no hablar con nadie, se cuida mucho», dice Elías padre. «No lo conocíamos, no sabíamos de él. Sería de la pandilla de Sheila, y la que dice que fue él es la Guardia Civil, las pruebas que realiza, no nosotros, que no teníamos ni idea de quién era. Las pruebas, los indicios, que hizo llorar a mi hermana, que la madre de éste dice que nunca habló con Sheila y aparecen llamadas de teléfono, o sea, que ellos no ayudan a nada, porque si yo no tengo nada que esconder me pongo a disposición de quien sea», carga con lamento Elías hijo. Prácticamente toda la familia ha estado en tratamiento psicológico, tanto los padres como los tres hermanos de Sheila, todos mayores que ella.

«Lo que más recuerdo es cuando era pequeña y quedábamos cuidándola», dice su hermano mayor. «Al ser la más pequeña siempre estabas más pendiente. Además, tenía un problema en un ojo, hubo que hacerle trasplante de córnea, así que más aún. Era muy responsable en todo: mira, no queríamos que fuera al colegio el primer año tras la operación por si llevaba un golpe en el ojo. Pues, en abril se empeñó en ir a clase. ¿Y sabe lo que hacía en vez de jugar? Se sentaba en una silla para que nadie le dañase un ojo. Con seis años», solloza Julia, presa de la emoción y el orgullo sobrevenido.

La familia tiene tres nietos, que aportan algo de luz en tanta oscuridad. «A la mayor todos la veíamos igual que a Sheilina. Saben lo que pasó, sobre todo la grande, que lo pasó muy mal, porque tenía 16 meses cuando pasó. Con dos o tres años miraba para el cielo y llamaba a su tía», dice el abuelo, y se hace el silencio en la habitación. Son los nietos los que alguna vez los ayudan a recuperarse de los bajones, «es lo que te da algo. Me presta ser abuelo», dice Elías, e interrumpe Julia: «El problema es que te obligas a estar contenta, a parecer alegre, a reírte; pero es eso: te obligas, te esfuerzas por ser abuela. Le contaba cuentos a la nena, a veces, y me decía: "Con esa voz no, abuela, que no me gusta", y tenías que esforzarte más».

Es algo que también les pasa con la gente del pueblo. «Todo cambia. Mira, tengo unas ovejas en un prao y voy y vengo en bicicleta porque no quiero encontrarme con la gente. La relación siempre afloja. La gente educada y con un poco de cabeza no te menciona nada, pero siempre hay alguno que te suelta una patada o te dice algo...». Ése es el caso de Elías, pero el de Julia es aún más crudo: «Muchas veces me paso el día entero sin hablar nada, y si tengo que ir a algún lado procuro ir por donde no haya gente. Les estamos muy agradecidos, pero no tienes ganas de hablar».

¿Cambiaría el estado vital de esta familia si un culpable fuera condenado? «Sin duda. Que lleve yo la camiseta con la foto de mi hija y pase por delante de algún familiar del imputado y que te señalen y se rían, o que vaya por Villablino y te digan "jódete" o "se lo merecía" es muy duro». Aquí Julia no puede evitar el llanto, y su hijo levanta la voz: «Hay que ser muy hijo de puta. Si no fuiste tú, colabora. Yo no quiero que un no culpable acabe en la cárcel, a mí eso no me sirve de nada, pero si te acusa la Guardia Civil y te imputa un juez, no eches la mierda que estás echando a la familia».

«Me da igual que le castiguen a un año o a cinco, porque el daño ya me lo hizo, pero yo querría que quedara claro el culpable. Eso sí, perdonar, no perdono. A nadie», concluye Elías padre.

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