El asunto de los fuegos artificiales de San Agustín siempre se presta a la controversia. Nunca falta quien cuestione el "despilfarro" de quemar 14.000 euros en 15 minutos -la tercera parte de lo que cuestan los de Gijón, por cierto- o quienes defienden gastos alternativos para ese dinero, si bien es cierto que pocos concretan en qué emplearían ese ahorro. Sobre este particular -fuegos sí o fuegos no- la respuesta está en una de las fotos adjuntas: millares de personas se agolpan cada 28 de agosto en la ría para disfrutar del espectáculo y lo aplauden. Lo que funciona no se toca.
Otra cosa es que, con la austeridad de gasto que caracteriza de un tiempo a esta parte a Festejos, el programa pirotécnico ha quedado tan adelgazado que roza la raya roja que separa el aprobado del suspenso. Entendámonos: no es un problema de calidad de los artefactos, que ésa es incuestionable, sino de intensidad y continuidad. Los diez primeros minutos de los quince que duró el castillo de fuegos del lunes, salvo alguna brillante composición acuática, parecieron de relleno. Se apostó todo a los cinco últimos minutos, y en ésos ni siquiera se alcanzó a cubrir plenamente la expectación generada por la anunciada "apoteosis blanca y azul". La tronada final, aceptable; es lo mejor que se puede decir después de haber oído otras en el mismo escenario capaces de cortar la respiración. En resumen: aprobado raspado. Para sacar nota hay que echar más carne al asador.