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ARSENIO FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ | HOSTELERO

El hombre locomotora

Tito conjuga una visión vanguardista del negocio de la restauración con el declinante romanticismo de los cantineros ferroviarios

Arsenio Fernández, "Tito", en su establecimiento. JULIÁN RUS

Solo a una mente genial como la de Arsenio Fernández Rodríguez -en adelante "Tito", que es como le conoce todo el mundo en Avilés- se le podría haber ocurrido montar un museo de la náutica en un templo del ferrocarril. O sea, exhibir su soberbia colección de cacharros marinos en la primera planta de la cantina de Renfe de Avilés, que el pasado día 13 cumplió la friolera de 80 años. Y ahí anda el cantinero, de celebración.

Para los no iniciados debe decirse que la cantina, por definición, es todo establecimiento público que forma parte de una instalación más amplia y en el que se venden bebidas y comestibles; un modelo de negocio que en la España predemocrática -y aún después- tuvo especial predicamento en las estaciones de tren de un país que se movía en expreso porque lo de volar aún era un lujo.

La cantina de Avilés, primero con la madre de Tito -Edesia Rodríguez, la fundadora- y luego con él mismo, es tenida por una de las más bellas de España, dicen que hubo pocas mejor atendidas y, ahora, pasa por ser una de las pocas que siguen abiertas, aunque desgraciadamente ya sin acceso a los andenes, solo con vistas a ellos a través de las cristaleras. Cosas inexplicables del progreso.

El alma, motor y corazón de la cantina de Avilés -o sea, la "locomotora"- es Tito, al que parecen no pesarle los años (va para 86). El hostelero, una vez que su mujer, Griselda Villa, se jubiló del duro trabajo en la cocina se concede al menos algunas tardes libres que disfruta en su retiro campestre de Bayas (Castrillón), pero raro es no verle supervisando el funcionamiento de la cantina a primera hora de la mañana y por descontado que su cabeza sigue cavilando ocurrencias, como la de haber editado un libro con motivo de los 80 años de la cantina que tituló precisamente así: "Ocurrencias".

Algunas de esas ocurrencias fueron verdaderas genialidades, como la de vender un vermú solera que cogió tal fama que ha acabado embotellado para su venta al por mayor, y otras descalabros mayúsculos, como la pretensión de convertir la cantina en un hotel cuando Avilés andaba huérfana de esas infraestructuras y había que ser un visionario para visualizar lo que hoy es una realidad: que la ciudad tiene capacidad para ofertar más de 700 habitaciones. A Tito le chafaron su proyecto hotelero la burocracia administrativa y un empresario más lanzado, José Luis García Arias, el fundador del Grupo Melca, que levantó el hotel de Las Meanas. Con la jugada, Avilés perdió un prometedor hotelero pero al menos conservó a uno de sus más reputados hosteleros.

La llegada del tren a Avilés se produjo hace 129 años y la cantina de la estación lleva 80 abierta, o sea que sus paredes guardan la memoria de cuatro generaciones de viajeros y el legado vitalicio de los avilesinos del último siglo. Porque así lo procuraron la fundadora y luego su heredero en la cantina, el local ha sido epicentro de una actividad social sin parangón: local para bodas, bautizos, comuniones y homenajes, templo de futboleros "merengues", punto de peregrinación a la hora del vermú y, cómo no, sede de tertulias y cobijo de personajes entrañables de un Avilés irrepetible que Tito ha tenido la generosidad de retratar en su libro "Ocurrencias" para que ese acervo popular no se pierda.

Sirvan una anécdota de las que relata Tito a modo de ilustración del tesoro etnográfico que colecciona el hostelero aun sin saberlo ni pretenderlo. Tiene por protagonista a Emilio Cortes, que fue concejal en los años de la llegada de Ensidesa; hombre de pocas palabras y menos letras, después de oír atento y callado a los muy estudiados (y engreídos) ingenieros que explicaban a la Corporación cómo iba Ensidesa a transformar Avilés el edil les soltó una frase antológica para hacerles ver que, pese a sus carreras, les faltaba por aprobar la más importante asignatura. "¿Cuál puede ser?", inquirieron. "Que tais por llamber", respondió Cortés.

No es el vermú, el café o las cervezas importadas lo mejor de lo mucho bueno que tiene la cantina, sino un cantinero capaz de poner el remache simpático a cualquier conversación, un erudito del Avilés del último medio siglo. Así es Tito, un hombre con un anecdotario tan grande como para un tren.

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