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1920-2020 | Historia del teatro Palacio Valdés

Wagner pasó de largo

En tiempos de cinematógrafo y varietés, Avilés tenía un teatro a medio construir a precio de ganga

Publicidad de la temporada de ferias del Iris y el Somines en 1915 sobre la fotografía del nuevo teatro inacabado (familia de Manuel del Busto). INFOGRAFÍA: MIGUEL DE LA MADRID

Nadie daba un duro por el nuevo teatro de Avilés. Esto es mucho más que una metáfora. No lograron venderlo ni su sociedad promotora, ni siquiera el constructor para "salvar los muebles" de su inversión. El proyecto y el hueco edificio fueron abandonados a su suerte. Se empezaba a hablar de la construcción de otro teatro en la calle de la Cámara. Algo completamente distinto. Nada de un coliseo burgués a la italiana, sino un edificio de construcción "bonita y ligera" que no requiriera más de veinticinco mil duros de inversión. Un teatro barato, para vender entradas económicas de espectáculos sencillos. Que se fueran olvidando de Walkirias y de chisteras. Sin embargo, como ocurría en los proyectos de aquel Avilés de entonces y en muchos de los proyectos de este Avilés de ahora, tras el anuncio llegaba el silencio. Los aficionados de Avilés debieron seguir conformándose con el Somines, el famoso teatro-circo, era ambas cosas y muchas más, pero un teatro elegante como añoraba la gente bien de Avilés, no. Claro que era lo que había, y el lugar al que debían acudir los elegantes y los de menos recursos. Este local, cuando se atascaron las obras del nuevo teatro, estaba gestionado por la sociedad de espectáculos Bothing Club.

La sociedad se mantuvo como gestora del Somines hasta que otra nueva sociedad "La Peña", se hizo cargo. Todo muy cerca del año 1909. Entonces reverdecieron las inquietudes burguesas por lograr un nuevo teatro y las intenciones de los que querían situar un teatrito en la calle de la Cámara. Ambas fuerzas confluyeron para lograr lo posible, es decir, tener un teatro modesto si el gran teatro no podía finalizarse. Y esa confluencia llegó precisamente de la mano del Bothing Club, que abandonó el Somines para inaugurar el pabellón Iris, en un solar entre la calle de La Cámara y la Plaza de La Merced. Era una escisión empresarial y también política ya que los nuevos promotores del Somines estaban bajo la influencia del Círculo Obrero. Dos bandos enfrentados hasta en los locales de espectáculos.

El nuevo solar tenía muchas ventajas. Para empezar le pertenecía a uno de los socios del Bothing. Allí desembocaba el mejor caserío burgués de la calle principal, con la nueva iglesia edificada solo hacía un quinquenio. El lugar tenía otro valor estratégico: estaba frente a la manzana del Somines. A dos minutos de su entrada por la calle de Cuba, por lo tanto en el mismo sitio al que los avilesinos llevaban treinta años acudiendo para ver todos los espectáculos.

El teatro-circo daba cabida a unos formatos de otros tiempos y la Sociedad de Espectáculos, cansada de lo de siempre, se embarcó en el futuro montando un barracón. Así pasaba en toda España. Las barracas de feria, en las que se habían exhibido los primeros cinematógrafos, dejaban paso a unas construcciones más sólidas, pensadas para durar más que una feria. Los pabellones, tipología en la que podemos incluir al nuevo edificio que tomó por nombre "Iris".

Una coqueta construcción montada con tablones de madera del Báltico que se ensamblaron según diseño del afamado maestro de obras Armando Fernández Cueto, muy apreciado y muy activo en todo tipo de construcciones del Avilés de entonces. Se inauguró el 26 de abril de 1909, precisamente con teatro, con la obra de los hermanos Quintero "Las de Caín", representada por la compañía cómico-dramática de Larra y Balaguer.

A pesar de que pasaron varios años desde el primer anuncio, tal vez a este teatro "bonito y ligero" se estaban refiriendo aquellos que hablaban de construir uno nuevo en la calle de la Cámara, porque, en efecto, era ligero, como para que se lo llevara el viento; era bonito, con su fachada llena de ondulaciones modernistas, muy ornamentales, muy vegetales, muy orgánicas y muy franco-belgas ellas, pero el resto era un cajón de madera; un barracón. No era, que va, el teatro añorado.

Su interior, con un aforo de 600 espectadores, se parecía lejanamente a un teatro por una disposición para el público con categorías de general y preferencia, y unas plateas corridas laterales. Además tenía lugar para situar una orquestina y camerinos para dar acomodo a compañías pequeñas o números musicales ligeros. Pero no estaba pensado para una ópera o algo semejante.

A lo que sí se parecía el Iris era a los locales que acogían el espectáculo de cinematógrafo y varietés. Eso es lo que entonces llegaba con más asiduidad a un lugar como Avilés. Unas funciones hechas de números cortos, muy variados y abundantes, pensadas para no cansar al público. Estaban montados sobre una sencilla estructura en la que cabían todo tipo de espectáculos, con predominio de la música ligera y el cuplé atrevido, además del teatro, los espectáculos circenses y el vodevil. Desde una cupletista de medias caladas a un domador de pulgas. Allí tuvo acomodo, desde finales del siglo XIX, el cine. Y desde allí, con el aumento de la longitud en las películas y la generalización del alquiler, el cine empezó a transformarse en un espectáculo independiente.

En Avilés, donde el cinematógrafo se había visto por vez primera en agosto de 1896, se empezó a asistir a la competencia feroz, a ambos lados de la calle, entre el Iris y el Somines. Culpa del cine. El Iris tenía el vigor del recién nacido y el Somines, llevado por una nueva gestión, procuraba adaptarse con reformas que tapasen sus achaques. En una de ellas, al pintar un telón de boca con una escena de San Juan de Nieva, concretamente de la "Peña el Caballo", la sala quedó para siempre bautizada como "La Peña". Nombre de la sociedad de espectáculos que lo gestionó entre 1909 y 1912. En la oferta de cine es donde esa competencia fue más enconada pues, desde la llegada del Iris, las funciones desbordaron las ferias o fines de semana para darse todos los días.

Las películas eran cada vez más largas y la oferta era más barata para los empresarios, que podían ahorrar en otros números. El Somines programaba más varietés, el Iris más teatro, pero ambos competían sin tregua por el cine hasta el punto de firmar contratos con empresas rivales: la Peña con Gaumont y el Iris con Pathé. Aún no había llegado la Gran Guerra y el cine estaba en poder de las casas francesas, pero pronto llegaron las italianas, colosales e imperiales. Cuando en Avilés se estrenó, en junio de 1913, "Quo vadis?", la prensa llamó a los espectadores al grito de "Acudid al Iris a contemplar el triunfo del cristianismo", para decir al día siguiente que "todo Avilés católico y creyente estaba allí congregado". El cine, que hacía poco no era tomado en serio, empezaba a ser aceptado como un vehículo válido, incluso para mostrar lo más sagrado.

Estaban llegando ya los tiempos del cine a troche y moche, hasta el punto de que cuando en 1912 la sociedad La Peña desaparece, es sucedida por otra sociedad con el mismo nombre para seguir rigiendo los destinos del Somines, al que pone al día con reformas que, al concluir, cambian hasta la denominación del lugar. Mudó la pianola en sexteto para acompañar las películas y, en vez del teatro-circo de toda la vida, comienza a llamarse cine-salón. Una nueva denominación que hacía referencia al local, el salón, pero a un solo espectáculo, el cine. Algo estaba cambiando o había cambiado ya.

Malos tiempos para el teatro en provincias, peores aún para terminar aquel edificio tan elegante que empezaba envejecer sin haber nacido. Seguía siendo un cascarón que cultivaba todas las tonalidades del verdín en la calle del siglo XIX. La villa, preocupada por la economía, parecía haberse olvidado del empuje inicial de aquella empresa. No había nadie capaz de aflojar los cuartos.

Pero hete aquí que, entre tanto cinematógrafo y tanta varieté, en Bilbao se enteraron de que en Avilés había un teatro a medio construir y a precio de ganga. A una empresa de aquella ciudad le interesó la compra. Y le interesó más aún cuando vio los planos del edificio y las condiciones de lo ya edificado. Así que hasta Avilés envió a su representante, señor Menchaca, y a un capitán de artillera, arquitecto para mayor abundamiento, que revisaría el edificio para ver si lo que les habían contado era cierto. Las negociaciones con el dueño de entonces, Alfonso Rodríguez del Valle, iban tan avanzadas que todo el mundo daba por hecha la venta. El apoderado de la empresa vasca se había encargado de filtrar a la prensa las buenas noticias. Pero estas cosas a veces se estropean. El teatro no se vendió y su cascaron siguió expuesto al viento de los inviernos y a la lluvia de las primaveras. Una tras otra.

Mientras La Peña y el Iris servían para proyectar cine, acomodar a compañías de verso, de varietés, bailes, actos políticos, banquetes o conmemoraciones del más variado signo, el inacabado edificio del nuevo teatro era rentabilizado por su dueño como cochera y caballeriza. Wagner podía pasar de largo.

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