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Un rodeo

Eugenio Suárez

Los efectos benéficos de la siesta

El cohecho y la rapiña fatigan mucho

Ha tenido partidarios entusiastas y detractores encarnizados, pero si algo no ha dejado al mundo indiferente, en cuanto a la milenaria historia de España, es el hábito de la siesta. Hay que distinguirla de fenómenos semejantes, como la pereza, la ociosidad, la flojera laboral y otras calamidades que han afligido, por ejemplo, en los territorios tropicales. Cualquier historiador conoce que los negros fueron trasvasados a las tierras americanas porque los indígenas, más voluptuosos, se limitaban a echar mano de la banana o la papaya que, con poco más, le alimentaba. Quizás hubo una silenciada revuelta de los capataces, hartos de flagelar aquellos inertes y lampiños cuerpos y exigieron gente que fuera para trabajar y recibir el castigo correspondiente a los preceptos divinos.

Personalmente soy adicto a la siesta desde la juventud, quizás porque mi descanso nocturno estuvo siempre alterado por horarios de trabajo incorrectos y esa hora significaba el añadido que compensaba mi necesidad de descanso. Soy, pues, prosélito de ese reposo diario, medido, que no se reduce al trivial pigazo ni se extiende más allá de la hora u hora y media. Su práctica restituye el plazo indispensable para dedicarlo a la relajación, sin ampliar la dosis en cantidad desorbitada si hay que ociar entre seis y ocho horas. Levantemos la disciplina necesaria para satisfacer al cuerpo sin demasías, procurando un ritmo permanente en función del reloj biológico.

He de introducir una corrección a la regla: el ser humano, al hacerse más viejo, duerme más. O lo parece, por no cumplir con regular discurso el abandono necesario. Tardamos en conciliar el sueño, aunque ya no nos intrigue el libro que leemos antes de apagar a la luz. El riñón proclama sus exigencias una, dos o más veces, lo que interrumpe y roba minutos largos a la dosis diaria, Y veo que nos lleva a sustituirlo con uno o más remedos de siesta, a la que nos vemos fuertemente solicitados. Alguien dijo que la llamada del teléfono se producía siempre que un cuerpo estaba introducido en una bañera y yo me quedo con la ganas de decirle a una querida parienta que no es la mujer de mis sueños, sino la de mis despertares. Nada puedo reprocharla pues las recaídas en el sopor se producen durante del día a cualesquiera horas y he de agradecerle, por contra, el afectuoso interés por mi salud.

La siesta debería estar fomentada e instalada en la formación de los españoles como una suerte de daño cesante, de pausa dañina. Es fácilmente comprobable que el político que echa la siesta produce menos daños patrimoniales que quien se mantiene vigilante y activo pues está demostrado históricamente que el trabajo cansa. Observen ustedes, no en esta época invernal, sino en la veraniega, el rostro, perlado del sudor, de quienes se detienen un rato para observar a los trabajadores municipales abriendo zanjas o configurando baches. Lo peor que cabe esperar de un idiota es su capacidad de trabajo. Un tonto inactivo se compensa a sí mismo e incluso, con el tiempo, llega a pasar sin pena ni gloria. El malo es el diligente, el emprendedor, el aplicado, el escritor estúpido que no tiene nada que decir pero publica uno o dos libros por temporada.

De no existir, ¿qué sería de los bestsellers, planetas, príncipes y demás centones alienantes que dominan el escaparate y los lugares de exhibición? Pongamos a la siesta en el lugar adecuado, como contrapeso de la desacreditada función pública que tanta merma causa en el presupuesto general. En caso extremo, subvencionemos la siesta, atrayendo a su benéfica molicie. El nervioso afán hispano por enriquecerse y que también lo hagan los hijos y alnados. De esta forma consiguen que haya cada vez más millonarios y, al tiempo, crezca el número de pobres, lo que debería hacer felices a los señores Rosell y Lara aunque nunca parecen satisfechos.

Dado que la ociosidad es una de las tendencias más acrisoladas en nuestro país, procuremos que los espíritus inquietos se decanten por ella, por la siesta en su momento. Me lleva al recuerdo de dos conocidos en la sociedad madrileña de los 70. Marito (De Mario, apellido olvidado) y su admirado marqués de Villapadierna, hombre alto, muy guapo, muy rico, con éxito en la yeguada, en los bólidos de carreras y en la compañía femenina, de quien se proclamaba devoto el ilustrado , que lo era, su amigo.

-¿Pero qué hago yo que justifique esa admiración tuya, Marito? No hago nada, no ejerzo oficio ni profesión, sólo tengo bastante dinero heredado?

-Pues eso es lo que quiero.

Con gente así habría más recursos en el erario.

stylename="070_TXT_opi-correo_01">eugeniosuarez@terra.com

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