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Milio Mariño

Indultar a una hormiga

Los indultos suponen una medida que sucumbe a la tentación humana de creernos el dios de los cielos

Aunque pongan cara de asombro y les cueste creerlo, yo también concedo indultos sin que nadie me lo pida. El otro día indulté a una hormiga porque quise, estaba de gracia y me apeteció hacerlo. No es que sienta nada especial por las hormigas, al contrario, no les tengo ningún aprecio, pero cuando la vi corriendo por el borde de la encimera dije: esta se salva porque la indulto yo. Ya sé que hay gente que prefiere indultar a un cerdo antes que a una hormiga. No digo nada. Todo depende del momento y la consideración que a uno le merezcan según qué animales. En cualquier caso, estoy de acuerdo en que los indultos siempre son discutibles. Suponen una medida de gracia que sucumbe a la tentación humana de creernos el dios de los cielos que perdona o condena a capricho.

Esto que estoy contando sucedió de verdad. Y como me impongo la obligación de ser sincero, mentiría si dijera que lo de indultar a la hormiga no estuvo influido por la polémica que hay montada en torno a los indultos de los políticos catalanes que acabaron en la cárcel por la que liaron con el referéndum y el coitus interruptus de la república catalana. De hecho, estaba desayunando y oía un debate en la radio cuando la hormiga asomó por el borde la encimera, corriendo sin rumbo fijo. El primer impulso fue aplastarla. No me pregunten la razón, pero creo que a todos nos pasa que cuando vemos a una hormiga que corre como si quisiera escapar de algo nos invade una especie de pulsión interior que nos invita a aplastarla. Debe ser que es mucho más fácil aplastarla con el dedo que tratar de entender cómo es su mundo y que razones tiene para ir donde vaya. El caso que la aplastamos y seguimos, tranquilamente, a lo nuestro sin ningún remordimiento ni sentimiento de culpa.

Aquel día fue distinto. Dejé que la hormiga siguiera corriendo por el borde de la encimera y noté que me sentía estupendamente bien después de haberle perdonado la vida. Tenía la sensación de que había hecho lo correcto y que aplastarla no me hubiera supuesto ninguna alegría ni nada positivo. La hormiga, salvo corretear fuera del hormiguero, no había hecho nada malo. De todas maneras, a tenor de lo que decían por la radio, no reunía los requisitos para que yo la indultara. Según varios partidos políticos, algunos jueces y unas cuantas personalidades, los indultos solo están justificados cuando se dan a quienes acreditan un amplio currículum delictivo. Es decir, a gente como el golpista Alfonso Armada, promotores del terrorismo de estado como Vera y Barrionuevo, el juez prevaricador Gómez de Liaño, los responsables de la tragedia del “Yak-42”, que se saldó con 75 muertos, el banquero Alfredo Sáenz, condenado por extorsión y chantaje, o el general Gómez Galindo, condenado a 75 años de cárcel por el secuestro y asesinato de José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala.

En la tertulia de la radio estaban a favor de esos indultos y en contra de cualquier otro. Y allí estaba yo, desayunando un café con leche y concediendo el indulto a una hormiga que no suponía ningún peligro, pero que, según lo que era costumbre, debía de haberla aplastado. Dejarla con vida habrá quien considere que es una anomalía, pero hizo que me sintiera más humano.

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