Crítica / Teatro
Su voz es mi presente
Eduard Fernández triunfa en Avilés con "Todas las canciones de amor"
Si no han visto el espectáculo "Todas las canciones de amor", búsquenlo (tiene gira para rato): cuando concluya el montaje que protagoniza bestialmente Eduard Fernández les habrá convertido a ustedes en las personas más felices del mundo (y no es exageración, ya saben que no me muevo por los excesos calificativos). Habrán estado, vale, acongojados, pero terminarán pletóricos, redondos, inacabables como el número Pi. Fíense de mí: eso fue lo que me pasó a mí mismo antes de anoche cuando salí del teatro Palacio Valdés (y también a unos cuantos con los que hablé en la puerta de la calle, este viernes pasado).
Hacía tiempo que no sentía, lo confieso, esa complicada sensación que empieza con un nudo en el alma y se cierra con una liberación completa. Vale, eso es lo que tiene ser el teatro siempre, Aristóteles mediante, pero vaya, no siempre sucede.
"Todas las canciones de amor" es una canción de amor de un hijo a una madre que está sobre la escena y que no está. Y está porque Eduard Fernández toma su cuerpo y su aliento y se embebe de la mujer que le ha criado y lo hace de modo tan acentuado que esa madre (que es suya) es todas las madres. Y no está, porque murió.
Ana María sale a escena y dice. Y dice que está casada con Jesús, que tienen un hijo que se llama Eduardo, que Eduardo tiene una pareja que se llama Robert y que es negro. Esto, que parece una fábula ligera, por la gracia de los tres hombres vinculados a este espectáculo (el dramaturgo Santiago Loza, el director de escena Andrés Lima y el actor Eduard Fernández) se transforma en un agujero en el corazón de los espectadores. Sobre todo cuando esta Ana María encarnada por Fernández dice cosas como "Mi voz es mi presente". Sobremanera, cuando "su presente" se va desperdigando en los versos de canciones tan inclementes como "El mundo", esa que dice que "gira en el espacio infinito", aunque resulta que no, que el espacio llega al borde y desaparece. Y desaparece el presente de la mujer que, de cuando en cuando, pierde el pie de su discurso y se pierde completa. Y uno se emociona.
La sala a oscuras descubre a Eduard Fernández que se desviste y, un instante después, ya no es Eduard Fernández, es Ana María que camina por la cocina descalza. Ahí empieza la congoja que subraya una iluminación perfecta que pasa de la realidad a los sueños (de Valentín Álvarez). Y esa congoja, de verdad, estalla justo al final de la función, con esa mirada de Eduard Fernández, que vuelve a la realidad. De verdad.
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