La rucha

Tiempo de romerías

Recuerdos estivales de infancia

Aurelio González Ovies

Aurelio González Ovies

Y todo olía a fiesta, a humo –y visto desde ahora–, a nada. Supongo que el recuerdo atesora momentos, con fragancias puntuales, con imágenes ciertas, con deseos incumplidos.

Pero sé que esos meses eran felicidad, suponían descanso, unían, alegraban, rebajaban tensiones, alejaban disgustos y traían la ilusión que esperábamos tanto y tan pronto llegaba como ya había huido: las noches alargadas, las luces de colores, el claxon de los coches, la algarabía en el prado, la música, el clamor, la tómbola, el calor, los caballitos.

Cuánta nostalgia siento cuando veo los toldos, allá muy a lo lejos de mi vieja memoria, de una humilde barraca con postes de eucalipto. Y escucho los petardos que algún chaval dispara antes de la verbena. Y el eco de la orquesta que ensaya –probando, hola, sí, sí– sobre la plataforma de un carro o un remolque que prestó algún vecino. Y el verano que estalla en todos los rincones. Y bombillas que alumbran como magia de un sueño y el volador que anuncia, estruendo a media tarde, tres días muy distintos.

¿Cuántos años pasaron desde entonces? ¿Cuánta fe –inocencia, ternura, esperanza o verdad– nos quedó en el camino? ¿Dónde aquella inquietud por comprar un boleto para que nos tocaran y llevar para casa vasos o toallas, un porrón, unos platos o unos un juego de pocillos? ¿Jamás aquella espera por armar en las cuadras o en cualquier tendejón un comedor con cuatro caballetes endebles y unos metros de tabla? ¿Nunca el jolgorio de las cenas ni los bailes primeros ni la de la apertura de –vaivén, tiro, lanchitas– y tantos chiringuitos?

Y todo olía a avellana, a vapor de los churros, a sidra y a tambor, a pólvora, a domingo. Todo se detenía aquellos días de fiesta, el trabajo, el cansancio, el mal humor, la rabia. Y nada era lo mismo. Pueblos recién pintados, encaladas fachadas, procesiones, patronos, ropa nueva, entusiasmo, pasacalles, chiflidos. Aún percibo el aroma de la hierba pisada y el prado seco y el de los cucuruchos de las garrapiñadas y el de aquel regaliz con la forma de un disco.

Aún veo cómo bailan –pasodobles y tangos, xiringüelos y rumbas– aquellos matrimonios que en todo el año no salían de casa, abuelos con su boina, abuelas bien peinadas, con el mejor vestido. ¡Qué lejos y qué cerca! ¡Qué de distancia ahora de cuanto siento muerto, pero de lo que nadie puede decir que no he vivido!

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