La Rucha

Moscatel

El mejor regalo para el paladar como bienvenida a casa

Aurelio González Ovies

Aurelio González Ovies

Siempre una caja de pastas, de las que nos gustaban, de aquellas tan variadas, con cereza y escarcha, con chocolate y coco, o con sabor a almendra, guardada en el armario para los que vinieran, por una enfermedad, un nacimiento, un pésame o cualquier alegría u otra desgracia más, otra de tantas. Siempre algún mantecado y rosquillas de anís y algunas marañuelas por si alguna visita llegaba de improviso, por si alguno de aquellos, que tenían más poder –o eso decían–, te hacía algún favor, el que te permitía no podar los manzanos que invadían las lindes de fincas y caminos, el que te revisaba el contador del agua. El que te gestionaba un recibo, una herencia, un funeral, un trámite o falseaba todo cuanto uno ignoraba y él se proponía… El que hacía que hacía y parecía que hacía y, al final, hacía nada.

Siempre alguna botella de moscatel entera, en el cajón del medio del trinchero, de vino o de coñac, de orujo o de licor, o de aquel santo Quina de santa Catalina que nos daban, a veces, con yema y con azúcar para bajar a escuela y cruzar la invernada. Siempre un poco de algo: mermelada de higos, de ciruelas, de moras; dulce hecho de membrillos o compota de pera y canela y manzana. Siempre como atención, como de bienvenida, sinónima de gracias al que nos arreglaba las tejas del tejado, los postes de la luz o a quien nos atendía cuando alguien enfermaba. Siempre un algo, el mejor de los algos, por si venían los tíos, el alguacil, la abuela, el practicante o el cura y su criada.

Siempre una ración buena del roscón, de los flanes y del arroz con leche por si trajeran hambre o lo necesitaran. Lo más, de la escasez de entonces, lo más para los más –los que más poseían, los que más pretendían–, lo más de toda aquella nuestra nada.

Y unos cubiertos siempre y un plato y una taza. Siempre una ración más del pote o de garbanzos, del cocido de a diario, las lentejas, los fréjoles, o con patatas con chorizo y un puñado de arroz, que espesaba la salsa.

Un plato reservado para el mendigo asiduo que pasaba con hambre y no pedía dinero, pero sí algo caliente, y ya era conocido en todo el pueblo y comía cada mes, como uno más, en una casa.

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