El confinamiento de las almas

Carlos Hipólito se rebela contra el Estado, lo paga, pero reconquista el teatro Palacio Valdés

Saúl Fernández

Saúl Fernández

"Alguien debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido". Así empieza la novela que Franz Kafka dejó inacabada y publicó su amigo y biógrafo Max Brod un año después de su muerte.

Hace casi un siglo.

Kafka, se supone, habla de estados opresores, de ciudadanos oprimidos, del mundo y sus grilletes. Y digo "se supone" porque, insisto, no terminó el libro (se murió antes de tiempo). Aun sin terminar, sin embargo, logró muy pronto convertirlo en clásico. Lo explica tremendamente bien Ítalo Calvino: "Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual". Y eso le pasó muy pronto a "El proceso" (la primera traducción en castellano es de 1939, fíjense).

En "El proceso" se cuenta lo que le sucede al ciudadano medio cuando un día se levanta de su normalidad. Y le han detenido. O se ha transformado en cucaracha.

Con este barro, el director de escena y dramaturgo Ernesto Caballero moldea uno de sus mejores espectáculos (en años). Lo representaron este sábado pasado en el teatro Palacio Valdés con un superlativo Carlos Hipólito como primera voz de un coro de ocho actores perfectos. Hora y media entera sobre un escenario que unas veces es pensión, otra sala de vistas y, al final, lugar de ejecución. La angustia de vivir del oficinista traspasado por un mundo lleno de flechas: policías que solo cumplen con su ficha de trabajo, azotes por expedientes abiertos… Y sobre todo, incomprensión.

A mí, qué quieren que les diga, todo esto me recordaba a las medidas perdidas del confinamiento: los municipios cerrados, los viajeros de los coches en X, los salvoconductos a la salida del trabajo, las cervezas en los parques… La ley que organiza el pueblo a veces tiene tan difícil interpretación como el cuento de las puertas y los guardianes que Kafka incluye en su novela.

Hipólito, que tiene cara de ciudadano normal, está detenido, pero puede ir a trabajar, pero los "findes" le interrogan. Y busca explicar su normalidad –esa que perdió aquella mañana en que fue calumniado– sobre una escenografía tenebrosa (Mónica Boromello), bajo el manto de una música original de José María Sánchez-Verdú, que es tan trágica como atómica. Y, mientras tanto, se encuentra con sujetos tan perdidos como el pintor, las niñas del tribunal (Ainhoa Santamaría y Olivia Baglivi dan mucho miedo)… La novela, la película, tiene mucho de videojuego de pantallas que hay que salvar. Caballero adelanta el final hasta el prólogo (o para convertir al K. en muerto desde el primer momento). Y esa decisión es la que me conduce a esas decisiones gubernamentales que convirtió en presidiarios de sí mismos a aquellos ciudadanos que sacaban a sus perros a más de dos kilómetros de casa. Hace sólo tres años.

En la representación de antes de anoche en Avilés hubo toses, pero en plan normal, repartidas a lo largo de toda la función. Que sonara un móvil (escandaloso) justo cuando Alberto Jiménez tiene que decir el cuento "Ante la ley" (la piedra clave de la tragedia) eso no fue normal. Menos mal que Jiménez es uno de los grandes.

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