La rucha

La caja de Navidad

Tesoros que recuerdan a un pasado lejano y diferente

Aurelio González Ovies

Aurelio González Ovies

Hablo de un tiempo lejano y muy distinto. De una vida de recursos escasos, pero mucha esperanza. De un ayer muy presente en mi memoria, muy grato y aún muy vivo. De una época donde los sueños eran, a menudo, soñar que se soñaba.

Porque de la carencia emergen los deseos; de la penuria, a veces, emana una emoción, como un sexto sentido.

Y todo cuanto existe, cuanto no poseemos, desprende afán y magia. Diciembre Navidad, años setenta, qué días más radiantes, cuánto calor y frío. Qué noches más humanas.

Y encima de un armario o allí, al fondo, en el desván, la caja. La caja en que mi madre atesoraba aquellos adornos tan queridos, envueltos en papeles de periódico, colocados como solo ella sabía, cada cosa en su sitio, cada pieza, levantada o tumbada. Las bolas de cristal con cenefas de nieve y brillantina, las campanas con lazo y unas bayas de acebo, la estrella que poníamos en lo alto del pino, las madreñas doradas. El ángel, las campanas, la herradura y la piña, la bota de Noel, las postales que, entonces, escribían y escribíamos. El muñeco de nieve con sombrero y bufanda. El cisne y una pica, que remataba el árbol y era frágil y hermosa. El cervatillo. El corazón. La lágrima.

La caja, con el espumillón y un cierto aroma a vidrio, a resina y a humo, a mazapán y a casa. La caja, las pequeñas bombillas de colores y aquellos ornamentos que cuidábamos tanto, de un año para otro, con inmenso cariño, porque si se rompían, quedábamos sin nada. Porque nada era todo lo que nos rodeaba.

No había, como ahora, exceso y variedad. No estaban al alcance ni marcas ni recambios ni pares ni caprichos. Solo abundaba el nada.

Hablo de un tiempo muy pasado de moda, de unas fiestas ajenas al voraz consumismo, en las que una minucia se sobrevaloraba. Unos días especiales que hubiéramos querido que nunca terminaran. Porque nos apartaban de rutinas y hastíos. Porque nos proveían de dulces y manjares, al menos en dos noches fugaces y fantásticas. Porque nos parecía que el mundo era otro mundo, que paraba el reloj y que éramos más ricos. Porque los esperábamos con los brazos abiertos, con la ilusión intacta.

Hablo de Navidad y todo cuanto nombro me sabe a frutos viejos, a almíbar y a uvas pasas y a pan de higo.

Suscríbete para seguir leyendo