La espinera
Gracias, Vitorino
Una estación de Renfe, la de San Juan de Nieva, que invita a la fantasía y el auxilio de un ángel de la guarda
Con frecuencia soy usuaria de la estación de Renfe de San Juan de Nieva. Una estación que me incita a la fantasía y a la imaginación a esas horas tan oscuras, tempranas y solitarias, pues, si bien son bastantes los viajeros que se bajan del tren, no somos tantos los que subimos haciendo el trayecto inverso.
El caso es que una vez que el tren se retrasó, se me ocurrió picar con los nudillos en una oficina de apariencia pequeña y misteriosa con un cartel en la pared sobre la puerta que indicaba "Gabinete de circulación". Alguien debía de estar dentro, pues se veía tras los cristales traslúcidos un luz amarillenta. Y así es: había alguien, Vitorino.
Vitorino me preguntó qué quería, y tras decirle que quería saber qué sucedía con el tren, me explicó que ser personal de Adif era distinto que ser de Renfe, pero haciéndose cargo de mi preocupación y dirigiendo la mirada hacia un sorprendente panel con lucecitas que iluminaban tenuemente la oscuridad, me indicó con total exactitud dónde se encontraba el tren en ese momento y a qué hora se supone que llegaría a la estación de San Juan de Nieva, lugar en el que –como digo–, me encontraba.
La verdad es que me sorprendió su amabilidad y eficacia y por un momento hasta me sentí inmersa en alguna de esas historias de aventuras que narra Walt Disney con trenes o globos, por itinerarios oscuros o repletos de nieve.
La situación me pareció mágica y le di las gracias y me fui al andén contenta de experimentar que aún hay bondad en el mundo.
Vitorino me salvaría otra vez, cuando al bajarme del tren recientemente y al ver que mi coche estaba cercado por vallas de obra y ponerme bastante nerviosa, se me cayeron las llaves por una alcantarilla, tras abrir las puertas a distancia –si lo hubiese querido hacer, no lo hubiera conseguido–, lo que se me ocurrió fue picar, de nuevo, en su oficina y Vitorino me ayudó una vez más: empujando el coche en punto muerto y después pidiendo a uno de los operarios que levantase con un pico la rejilla y ¡ahí estaban las llaves!
Sin duda no me lo creía cuando las tuve de nuevo en mis manos. Me fui feliz, pues si bien me sentí algo inútil y con ganas de realizar algún curso de supervivencia, pensé también que circunstancias así te hacen creer de nuevo en el género humano.
¡Gracias, Vitorino!
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