El pasado día 7 de mayo falleció en Oviedo el decano de la Facultad de Filosofía, don Santiago González Escudero, después de padecer una grave enfermedad. De tan triste noticia me enteré a través de la prensa escrita, y mi primer sentimiento fue de gran sorpresa, entremezclada con profunda tristeza. Desde ese día ya he leído varios artículos que se hacían eco de su fallecimiento e ilustraban, desde un punto de vista académico y no académico, la dimensión de la figura de don Santiago. Amigos, alumnos y ex alumnos, y su colaborador y también profesor de Filosofía don Vicente J. Domínguez García, han escrito mucho y bueno sobre él. Pues bien, yo también desde estas líneas quisiera dedicarle un sencillo aunque sentido homenaje.

Hacía tan sólo unos meses que había pasado por la Facultad (casi siempre que voy a Oviedo lo hago, pues mis pies y mi cerebro, de forma casi involuntaria, me llevan hacia allí, en busca de refrescar viejos y queridos recuerdos). En esa mi última visita hasta la fecha, tuve la fortuna de saludar por los pasillos a don Santiago (saludo que, a la postre, sería el último que le dirigiría, ¡quién me lo iba a decir!), su aspecto entonces aún aparentaba un estado de salud absolutamente normal, sin que nada hiciera sospechar el triste destino que le esperaba.

Don Santiago me dio clase de varias asignaturas a lo largo de la carrera, unas obligatorias y otras de tipo optativo. La primera vez que fui su alumno fue en el curso académico 1997-98, de Historia de la Filosfía Antigua. Experto como pocos en griego clásico, y apasionado del mundo antiguo, nos hablaba de Homero, de los indoeuropeos, de los diálogos platónicos y de Sócrates con un magisterio inigualable, como si él mismo hubiera sido testigo de la guerra de Troya o hubiese escuchado, junto con Alejandro Magno, las palabras del mismísimo Aristóteles. Tanto se apasionaba que muchas veces olvidaba la hora en que concluía la clase. Recuerdo con cariño sus ejemplos sobre un tal «Manolo» (que todos los alumnos buscábamos en los libros sin que el referido personaje apareciera jamás), o sus no menos frecuentes alusiones a los «libros baratos». Recuerdo también su forma de calificar, severa aunque justa.

Me alegré especialmente de su nombramiento como decano de Filosofía, pues, en mi opinión, la Facultad «ganaba bastante» con él. Se abría con ello un período de tolerancia y flexibilidad, pues don Santiago le arrebataba el decanato a un auténtico tirano y dictador, Alfonso García Suárez, cuya idea de concebir la docencia se aproximaba más al terrorismo educativo que a la pedagogía del siglo XXI. Y es que es lamentable que aún haya profesores que den por buena la tercermundista frase: «La letra con sangre entra».

Pero yo no quiero hablar de su perfil académico, ya tantas veces repetido y con tanta justicia alabado, sino de su faceta humana y personal, que es, sin duda, la más importante de todas. Pocos profesores de los muchos que me dieron clase me simpatizaban tanto (Modesto Berciano, Vidal Peña, Amelia Valcárcel, Luis Javier Álvarez?), pero entre ellos don Santiago ocupaba un papel destacado.

Creo que se pueden usar muchas palabras para glosar la figura de este hombre, y para intentar definir su personalidad: afable, tolerante, respetuoso, cariñoso? y también un tanto irónico. Le gustaba sazonar siempre la dureza y dificultad de los temas tratados con su sentido del humor para quitarle seriedad al asunto. Ojalá hubiera muchos profesores como él en todas las facultades del mundo, una persona que, sin olvidar jamás que era catedrático de la Universidad, quería «abajarse» al nivel de sus alumnos, olvidándose siempre de palabras como soberbia, arrogancia o prepotencia. Sin quitarle jamás rigor a las asignaturas que impartía, hacía lo imposible para que sus alumnos aprendieran y no «sufrieran», y nunca ponía a ningún alumno el menor obstáculo para aprobar si éste lo merecía (no todos pueden decir lo mismo).

A sus hijos, Héctor (que curiosamente tiene el nombre de uno de los más importantes personajes de «La Ilíada», de la que tanto hablaba don Santiago) y David, quiero darles, desde aquí, mi más sentido pésame, pero a la vez mi más cordial enhorabuena, pues han tenido en su padre un ejemplo de sabiduría, pero a la vez de tremenda humanidad y sencillez. A su nieta Alba, que recuerde siempre a su abuelo como un hombre bueno e inteligentísimo, y que procure imitarle siempre en lo académico, pero sobre todo en lo humano. A su esposa, Rosa Cristina, que, desde luego, fue el mejor hombre del que jamás se pudo enamorar, y que los años que compartió con él habrán sido, seguramente, los mejores de su vida.

Por último, a sus compañeros del claustro de profesores de la Facultad de Filosofía, en especial a aquel que ocupó el decanato antes que él, que tengan en cuenta que la mayor de las sabidurías a la que puede llegar un ser humano es la de la sencillez y humildad. Todo lo demás es aquello que está escrito, con muchos borrones y faltas de ortografía, en los que don Santiago llamaría «libros baratos».

Descanse en paz en lo más alto del Olimpo de los dioses, Santiago González Escudero, que Atenea te sonría siempre y haga que su lechuza aletee siempre sobre ti.

Javier Pizarro Martín

Avilés