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Los últimos druidas

Aquellos veranos de la infancia

Quedamos en que el mes del emperador romano era el tiempo de la hierba. El sol, como ahora, era trascendental y cuando el gallo de Quico Valiente entonaba su balada matinal y el cielo estaba azul, todo el mundo arriba para empezar la faena. Había que sacar la hierba de las veredas para que secase con los rayos del astro rey por todo el pastizal y se le iba dando la vuelta para un mejor secado. Con el último bocado entre los labios, de pronto, un frenesí inusitado se desplegaba por todas partes: garabatos, horcas, forcones, brazos y piernas volaban de un lado para otro haciendo balagares y "pañando" el heno hasta no dejar ni una brizna en el prado. Luego, las "l.lurias", los carros, rastros, y buenas cargas sobre los hombros -como hacían los vecinos de Arbechales- se iba llevando para los pajares donde empezaba la fiesta juvenil. Ante el temor al Nubeiru, se decía que la hierba no estaba recogida hasta que no estuviera bajo techo. Me contaban que D. Eladio, el cura de La Somoza -buen cazador de osos y mujeres-, cuando vislumbraba la amenaza de una nube de verano por Santa Cristina gritaba: "¡Hala, hala lus homes ya lus nenus con esparbas y forcones y you a brazaus cun las mucheres".

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