Quique, una luz truncada

En el adiós a Enrique Álvarez Moro, sacerdote que dejó la verdad de la vida al descubierto

Celso Peyroux

Celso Peyroux

Me llegaste tan tarde, Quique. Aquel sábado en que despedíamos –entre muchedumbre, olor a incienso y cera derramada sobre los candelabros– a un amigo del alma. Me llegaste humilde, con una sonrisa en los labios, pleno de juventud y una mano cálida y suave que apretaba la mía a modo de saludo. Comunión al instante. Dos miradas dóciles se cruzaron y en el encuentro nació un Ángel de la Guarda para apostarse a la vera de la senda y vigilar nuestros caminos. En estos días no estuvo atento y permitió que tu cuerpo y alma se estrellaran contra los árboles de una senda minera cuando acudías al lado del mar, al sepelio de otro amigo.

Quique, una luz truncada

Quique, una luz truncada / Celso Peyroux

Hace tiempo que me esperabas y no encontraba el momento de acudir a mi querido Turón en busca tuya. Tenía que aprender de ti tantas cosas. sobre todo en estos momentos de confusión vital en los que luego de escribir sobre lo divino y lo humano, a modo de novela, tenías que darme luz a los "Manuscritos de Qumran", allá a orillas del Mar Muerto, y por encima de todo sobre los renglones –a veces torcidos y confusos– de los Evangelistas, sesenta años después de la crucifixión de Jesús, cuando en la Roma imperial y vaticana tanto habías aprendido de los pergaminos y papiros escondidos en ánforas de barro.

Ven, ahora que ya no eres y sigues siendo "per omnia secula seculorum" el amigo del alma. Acude a mi llamada, siéntate a mi lado y háblame de aquel enigma y, sobre todo, de nosotros y de aquel hombre, profeta, zelote, díscolo y amado por el pueblo como lo fuiste tú. Del Nazareno que llevo buscando con la antorcha encendida como lo hacía Diógenes por las calles de Atenas buscando a un hombre justo. A tu sombra –como refugio bajo los pomares de nuestros prados– estaba uno obligado a ser feliz. A ser dichoso con la pequeñas grandes cosas que contigo llevabas repartiendo a las gentes de buena voluntad.

Tañe el bronce a duelo y el crepúsculo unge con sus sacros óleos las frentes y párpados de una amistad efímera, mientras el corazón golpea en el costado deseando salir para unirse a la despedida dolorosa. La tierra respira sosiego con tu sonrisa mecida por las olas, por el tímido canto de raitanes y malvises y la brisa de montaraz del silencio.

Siéntate a mi vera junto a los que conmigo van. Vamos a preparar entre todos el camino del bien ante el paso doloroso de los días. Que los borre la niebla como hace con la piedra al despeñarse de las cumbres cubriendo las heridas donde habitaba el tiempo. Lo que fue es pasado como el lamento del bronce llamando al extraviado que perdiera el sendero en la ventisca del ocaso. Creer, ahora toca, en los deseos para ser más raudos que el sol naciendo en La Siella de Sobia y en los ventisqueros esparciendo su luz sobre piornales, prados mortecinos y senderos. Tu paso efímero por nuestros valles quedará siempre prendido en el tálamo de la memoria y en el pergamino azul de nuestros sueños. Buscar nos toca ahora el camino de la nada y del misterio. Del arcano de la noche rompiendo para siempre con nuestra propia sombra, única culpable de necias circunstancias y nuestros desalientos y angustias. En la memoria del instante –tras los lienzos del cielo abiertos de par en para acogerte con arreboles y algodones– habremos de arrojar al vacío nuestros miedos. Tú nos lo enseñaste.

Un día cogerán nuestras manos un iris luminoso en el corazón del universo y hará lumbre con urces y retamas en la gleba que fuera de los nuestros. Tan tierna como un brote vernal será tu alma del color de las lilas. Para abrir la piel sedosa de un fruto sazonado perfumando los labios con el brezo y el albo latido de las margaritas. Los ojos dormidos en los brazos del tiempo medirán, cuando llegue, el peso de la nieve en las ramas del abedul vencido y de la flor de acebo sin navidades blancas. ¡Ah de la vida! ¡Ah del misterio! Hoy es domingo todo el día, pero hay labor para el guerrero en la Ucrania del alma, corazón herido de la vieja Europa. Pronto volverán los azules vencejos y las golondrinas a llenar de nidos los claustros de la colegiata y allí estarás meditando y leyendo tu breviario entorno a las catorce columnas.

La vida. La muerte. Un sendero de cenizas, que el caminar dispersa con la ayuda del viento, buscará vínculos con las rosas y con el creciente de la luna se cruzarán ficciones asediando la plenitud del sueño para seguir el surco palpitante y por el cielo el vuelo de la hoja cautiva en el esplendor moribundo del haya dispuesta siempre al fuego. Has cerrado tus párpados pero aun hay luz en las niñas que cobijan. Han cerrado sus ojos los primeros albores del invierno ateridas sus bocas de besar tanta muerte y dejar, con los días, tantos muertos. Llegarán las aves de la nieve, por marzo se morirá el solsticio de los fríos y los hielos y como la sonrisa de un recién nacido acudirá inocente primavera plena de esperanzas y de ensueños. En uno de los prados de La Pedrera surgirá un clavel blanco que se quedará para siempre a vivir con nosotros. Sursum corda.

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