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Relatos de verano

Última noche

El abuelo José tiene hosco el humor, y el don de adelantarse a los hechos, desde aquella mañana del año cincuenta y cuatro en que una barrena mal colocada sacudió los bajos del cauce del río, desquebrajó una veta de pirita como si fuera cristal, desbarató los puntales de madera, y arrastró por la galería a toda la cuadrilla del turno de madrugada. Al abuelo lo sacaron medio muerto ocho horas después y lo trasladaron a un hospital de Sevilla. Seis días tardó en recuperarse de las taquicardias del miedo, los tembleques de la hipotermia y las vomitonas de hulla líquida que le volvieron del derecho y del revés el estómago. Cuando despertó miró a mi abuela, que había estado velándolo durante todo ese tiempo, se sacó la sonda y los goteros, escupió el último resquicio de carbón y bilis que le quedaba en la garganta, y dijo: vámonos antes de que nieve. Esa misma noche, desde su habitación en la última planta del Hospital General, asistió a la única nevada que el siglo derramó sobre Sevilla. Mi abuela se persignó mientras miraba los copos esmirriados bajar con la levedad de una pluma sobre el asfalto, y aún precisó de su fe proverbial para no caer en el engaño de creerse víctima de una alucinación de la duermevela y el insomnio forzosos. Desde entonces se volvió huraño, dice mi abuela, y tiene la facultad de adivinar el porvenir.

Esta noche es también una noche fría, de esas que se despereza en la madrugada con carámbanos en los aleros y escarcha en las cunetas. Así que me extrañó verle en el quicio de la puerta.

-Dame uno de esos rubios que tú gastas, chaval- me dijo cuando llegué hasta él. Me saqué el paquete del bolsillo y se lo alargué.

-No te viene bien fumar- le dije.

-Lo que no ha podio matar el grisú y la silicosis, no lo va a matar esta mierda de señoritas.

Fumamos sin mirarnos a la cara. El humo y el vaho se confundían en una nebulosa fantasmal. Toda la escena me resultaba ficticia. Mi abuelo y yo pocas veces nos hemos parado a conversar y yo noté que él quería decirme algo. En el silencio de la noche, sólo se oía su respiración pedregosa. Nada me dijo. Arrojó la colilla a la reguera, me besó en la frente y entró en la casa arrastrando los pies y su cansancio de noventa y dos años. Fue hasta la cocina, donde mi madre acababa de fregar los platos de la cena, y la besó en la frente. Regresó al salón, donde mi abuela, adormecida en su mecedora, recibió un beso en cada mejilla. Luego, en silencio y sin volver la vista atrás, se metió en su cuarto.

Mi abuela se persignó, como aquella noche nevada del año cincuenta y cuatro, y dejó caer una lágrima. Una sola lágrima.

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