A mediados de los 90 yo formé parte del Consejo Político Federal de aquella Izquierda Unida coordinada por Julio Anguita, que ya empezaba a descafeinarse. Lo hice integrado en el pequeño grupo de republicanos de la coalición y constantemente tenía que debatir con compañeros de las otras tendencias ideologías que marchaban en el mismo carro. Entre ellos estaban los comunistas más «ortodoxos» y curiosamente, a pesar de la diferencia ideológica, hice buenos migas con alguno y llegamos a trabajar en la política más cercana -la de Mieres- codo con codo en muchas ocasiones. De aquel tiempo guardo amistades como la de Agustín Casado y recuerdos de los viajes a Madrid compartiendo coche-cama junto a Paco de Asís en el desaparecido tren Costa Verde.

Tengo que confesar que a veces me costaba entender sus planteamientos, así que nunca agradeceré lo bastante los consejos que recibí en aquellos años de Luís Redondo, sindicalista nacido en Turón y criado en el barrio gijonés del Natahoyo, que fue quien me enseñó la diferencia que existe entre el marxismo de calle y el de Universidad. Con Redondo estoy ahora en esa etapa del saludo por la calle y del «a ver cuando tomamos un café», pero entonces charlábamos bastante y creo que saqué provecho de aquellas conversaciones.

Él también es comunista y aficionado al boxeo, de tal forma que, aunque ya hace años que dejó atrás los 70, sigue acudiendo cada día al gimnasio para darle unos puñetazos al saco. Luís usaba a menudo los ejemplos deportivos para ayudarme a entender algunas cosas: la camaradería y el sacrificio de los entrenamientos; la constancia; la estrategia de ir aguantando los golpes en los combates mientras el contrario consume sus energías para mandarle a la lona en el último asalto; no bajar nunca la guardia porque en cualquier momento puede llegar un KO inesperado?

Viene esto a cuento porque estoy convencido de que si la política es como un combate de boxeo en el que se puede llegar a vencer, la vida entera no es más que otro más dilatado en el tiempo, pero en el que siempre acabamos besando la lona. Por eso, éste fue el único deporte que me llamó la atención en la adolescencia y que nunca pude practicar por culpa del tamaño de mi nariz, convertida en un irresistible imán para los guantes del contrario.

En la Montaña Central hemos tenido buenos boxeadores, muchos aficionados y algún profesional, pero su fama rara vez pudo romper las fronteras regionales. Que yo sepa, el que llegó más alto fue un lenense, al que hoy quiero recordar para homenajear en su figura a todos quienes se han subido a un ring en esta tierra desde que en 1889 se reformó el reglamento obligando a los contendientes a usar los guantes y también a los que combatieron antes a puño limpio, pero lo hicieron por espíritu deportivo.

José de La Peña Acebal nació en la Pola en 1907 y murió muy joven, fusilado en Paracuellos del Jarama en aquellas desgraciadas jornadas de la última guerra civil que aún hoy siguen dando tanto que escribir. Dejó detrás un dilatado historial de combates en tres continentes y un palmarés que tuvo su corona cuando obtuvo en 1932 el campeonato de España de los pesos welter, la categoría que abarca a los púgiles que pesan más de 63 kilos y medio y menos de 66 kilos y 600 gramos, si redondeamos los decimales de la balanza. Ahora se lo cuento.

Sus padres se llamaban Francisco y Leonor y con ellos vivió en Lena, estudiando allí las primeras letras, hasta que la familia se trasladó a vivir a Gijón, se matriculó en el colegio jesuita de la Inmaculada, pero los libros no eran lo suyo y, como la calle le tiraba más, hicieron un último intento mandándole a otro establecimiento regido por religiosos en El Espino de Burgos. Fue inútil, y entonces quisieron encarrilar su camino de otra forma y lo embarcaron para Méjico, donde residía su hermano Víctor Manuel; pero José llevaba la aventura en la sangre, así que cuando en 1921 llegaron desde África las terribles noticias del desastre de Annual y la recién nacida Legión española pidió voluntarios para cubrir las bajas se alistó sin dudarlo, tomando una decisión que le iba a marcar para siempre.

Alguien ha contado que la afición por el boxeo del púgil asturiano ya se había iniciado en las matinales que se celebraban en el cine Versalles de Gijón, pero aunque esto sea verdad, fue en las arenas de Melilla donde Peña empezó a coger soltura ocupando su tiempo libre en las peleas con otros compañeros del Tercio. Allí disputó también su primer combate serio, el 23 de octubre de 1927 contra Ángel Tejeiro, un profesional de prestigio que hacía una gira de exhibición con otros deportistas catalanes por tierras del sur. El combate a diez rounds se celebró en el teatro Alfonso XIII y la prensa ya definió en aquel momento a Peña como «el púgil más calificado de todo el Marruecos español». Perdió por K. O., pero la pelea fue tan dura que el aguante del lenense pasó a formar parte de la mitología legionaria.

Cuando regresó a Gijón, el boxeo ya se había convertido en su profesión y en pocos meses recorrió toda España realizando unas 80 peleas, ya que entonces no era raro que los deportistas celebrasen un combate a la semana. Los ganó casi todos, más de 50 por K. O., y el dato curioso es que su manager fue Frank Hoche, otro boxeador que había obtenido éxitos en la década de 1910 y que en la temporada 1928-29 también se encargaba de entrenar al Real Sporting de Gijón. Se puede deducir que la lista de sus contrarios es interminable, pero no podemos dejar de citar por la expectación que despertó entre los aficionados la victoria que obtuvo el 16 de noviembre del mismo 1929 en el Teatro Campoamor de Oviedo, lleno a rebosar, frente a "la pantera de Sabugo", cuando desde la esquina del avilesino se tiró la toalla en el noveno asalto.

Por estos éxitos fue declarado aspirante oficial al titulo de los Welter que entonces ostentaba Francisco Ros, pero la codicia de sus patrocinadores le hizo sufrir antes dos derrotas, una en Barcelona frente al italiano Romano Cavea y otra en el Circo Price de Madrid con el chileno Tapia, que fueron muy criticadas por la prensa por lo que tuvieron de innecesarias, luego logró otras victorias y por fin el 30 de abril de 1930 peleó a quince asaltos, como era habitual, en el recinto del Nuevo Mundo de Barcelona, siendo descalificado por un golpe bajo. Las protestas de la afición asturiana forzaron a una revancha que tuvo lugar a los dos meses y allí salió derrotado definitivamente en el noveno asalto.

En 1932 llegó su segunda oportunidad cuando el Consejo Directivo de la Federación Española de Boxeo le designó otra vez aspirante al título, después de haber comparado su hoja de combate con las de José Carmelino, campeón de Galicia, y García Yust, campeón de Levante. Peña tenía entonces 24 años y el campeón del momento era Jesús Arranz, ya que Francisco Ros lo había dejado.

El combate se fijó para el día 20 de enero, pero Arranz sufrió un mal golpe que le causó un desprendimiento de retina y el título quedó vacante, así que finalmente el asturiano lo disputó con García Lluch. Fue a las 4,30 de la tarde, en Gijón, y en el penúltimo asalto el valenciano besó la lona; el público coreó la cuenta de diez y al ver que no se levantaba se desató la euforia: el campeón bajó del cuadrilátero llorando de emoción y fue paseado a hombros por sus seguidores.

Pero la alegría duró poco, el 11 de Noviembre de mismo año, José de La Peña cayó derrotado por KO ante Martín Oroz, al aceptar un enfrentamiento que pudo haber evitado, ya que éste no era el candidato oficial y pidió su oportunidad aprovechando que el púgil al que le correspondía disputar el cinturón había pedido un aplazamiento a causa de una lesión en una mano.

La velada se desarrolló en el mítico cuadrilátero del Jai Alai y a ella asistió el Ministro de la Gobernación republicano Santiago Casares Quiroga, que fue ovacionado por el público. Peña recibió un castigo durísimo: tras un combate irregular, llegó sin fuerzas al doceavo asalto y en el siguiente fue derribado y se le contó hasta nueve; logró levantarse y Oroz lo golpeó sin descanso hasta que cayó nuevamente; esta segunda vez la cuenta llegó a su término y el presidente de la Federación Castellana, señor Piñero, que ejercía de árbitro, nombró vencedor por K. O. al aspirante, que se convirtió así en el nuevo campeón de España del peso welter.

José de La Peña solo había podido obtener otra victoria antes de perder el título y aunque siguió en activo, su carrera ya fue en declive, de modo que se trasladó a vivir a Madrid para buscar otro trabajo y pidió el ingreso en el Cuerpo de Guardias de Asalto. En el cuartel no tardó en convertirse en el monitor deportivo de sus compañeros, luego llegó el 18 de julio de 1936 y su pasado legionario le hizo ponerse del lado de los sublevados. En el último asalto de su vida, frente al pelotón de fusilamiento, no tuvo ninguna opción.