Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona se editó uno de los carteles propagandísticos más populares de nuestra última guerra civil. Representa a unos falangistas avanzando brazo en alto sobre un león y bajo ellos el lema «Ha llegado España», que algunos, llevados por la necesidad de símbolos que tiene ese nacionalismo, han interpretado después como un ataque a Cataluña.

La realidad es que el cartel podía haberse pegado en cualquiera de los pueblos y ciudades que fueron cayendo como las fichas de un dominó en manos de los vencedores. La España del dibujo, vestida de camisa azul y con el fusil en la mano, llegó a Asturias a finales del mes de octubre de 1937 y desde el primer momento dejó claro cual iba a ser su estilo. El día 25 de aquel mismo mes ya empezaron a llenar la Fosa Común de Oviedo los primeros cadáveres, fusilados sin juicio por el hambre de venganza rápida o simplemente asesinados con la impunidad que daba el poder absoluto.

Así se fueron mezclando los muertos anónimos con los que sí tenían nombre pero no habían tenido ni siquiera la oportunidad de presentarse a uno de aquellos juicios-farsa que se iniciaron el día 6 de noviembre en un intento de justificar lo injustificable. En Oviedo, los primeros fusilados con sentencia fueron cuatro hombres que cayeron el 22 de noviembre y a partir de ahí la sangría ya no cesó. En paralelo, en Gijón, la otra gran ciudad asturiana, el primer Consejo de Guerra se reunió el lunes 8 de noviembre, abriendo también las puertas de la muerte para centenares de personas que en muchos casos no habían llegado a participar directamente en ninguna actividad armada.

Menos conocido es lo que sucedió en estos primeros momentos de franquismo en la Cuenca del Caudal, donde todo aparece marcado por la confusión. En Mieres, desde la entrada de las tropas rebeldes, los detenidos pasaron a nutrir las celdas del antiguo convento de Pasionistas, que ya habían empezado a destinarse para este fin en la revolución de octubre de 1934, albergando primero a los presos de la derecha y reemplazados por sus carceleros cuando cambiaron las tornas, en una historia que ahora volvía a repetirse.

De allí fueron sacados el día 20 de noviembre otros cuatro hombres, que fueron llevados hasta el exterior del cementerio de La Belonga y fusilados sin ningún requisito previo, de manera que no es extraño presumir que se trató de una siniestra manera de celebrar el aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, que se cumplía aquel día. Desconocemos el lugar exacto donde se dispararon los tiros, pero sí sabemos que los cuerpos se depositaron en la misma fosa, situada dentro del Cementerio Civil en el punto exacto en el que cuando llegó la transición se abrió la puerta que lo comunica con el religioso, momento en el que los restos fueron exhumados y se perdieron para siempre.

Sus nombres, como la mayoría los que fueron ocupando las tumbas en los años de guerra y posterior represión, se conservaron en papeles dispersos hasta que se decidió reunirlos en un solo libro. Allí fueron apuntándose según iban apareciendo, de manera que las anotaciones no siguen el orden cronológico y en algunos casos hay días que aparecen repetidos, pero lo importante es que gracias a ello hoy podemos saber quienes murieron aquel día y, una vez revisados otros registros, conocer algún dato más sus vidas.

Aquí están para que no se pierda su memoria, como ha ocurrido con la de sus asesinos: Manuel Álvarez San Juan, nacido en Riosa, pero vecino de Santullano, hijo de Cándido y María y que contaba en aquel momento 28 años. Luciano Fernández Agudín, de Mieres, de 33 años, hijo de Manuel y María. Manuel Segura Montoya, de Mijas, residente en Santa Cruz, de 45 años, hijo de Manuel y María y Francisco Álvarez Fernández, hijo de Ignacio y Sara, ovetense, pero también habitante de Mieres, de 30 años.

Otra fecha nefasta que se consigna en el libro es la del 19 de diciembre, apenas un mes más tarde del primer fusilamiento. Aquel día fueron ajusticiados seis vecinos de Ujo, seguramente por el empeño personal de alguien de su mismo pueblo, lo que vendría a explicar su origen común. Entre ellos estaba Manuel Rodríguez Gay, hijo de Antonio y Rosario y natural de Pedrouzas, en Lugo; un minero de 32 años, casado, y que había desempeñado durante la Guerra el puesto de comandante en el Batallón de Infantería nº 247 Sangre de Octubre.

Junto a él, Eugenio González Frutos, conocido como «el Gijonés», natural de Ávila, de 49 años, casado e hijo de Tomás y Concepción. Graciliano González Álvarez, hijo de Agustín y Francisca, de 33 años, leonés, de Toreno, pero también vecino de Ujo. Benjamín Vázquez Villanueva, hijo de José e Isabel, casado, de 49 años y natural del mismo pueblo mierense. José Faedo Suárez, al que llamaban «el francés», hijo de Ramón y María, casado, natural de La Peña y transportista de oficio. Y por último, Silvano García Trancho, hijo de Cesáreo y Bonifacio, natural de Ávila, de 32 años y, como sus compañeros, también casado.

Lo más extraño de este caso es que todos fueron enterrados en el Cementerio Católico y además en fosas individuales, rompiendo la norma que era habitual tras los fusilamientos. Sus sepulturas fueron consecutivas y concretamente tenían los números 3, 4, 5, 6, 7 y 8 de la fila 9, en el cuartel 12 del camposanto. Los lugares son fáciles de identificar, pero como es lógico, a lo largo de tantos años, ya han sufrido varios cambios, con lo que tampoco es posible recuperar sus restos.

Resulta muy difícil saber quien dio la orden para estas matanzas, que poco después se repitieron ya sistemáticamente en Oviedo, cuando los presos del Caudal fueron llevados hasta allí. Según algunos recuerdos que he podido recoger, quienes apretaron el gatillo eran soldados, acompañados por falangistas voluntarios, pero poco más podemos añadir, dada la confusión que reinó en aquellos días en Mieres.

Para que se hagan una idea, en cuanto a la autoridad civil, el primer alcalde franquista de Mieres fue Reinerio García Sánchez, nombrado el 28 de octubre de 1937 y que desempeñó este puesto menos de un mes, puesto que el 10 de noviembre le sustituyó José María García Comas, quien se mantuvo en el puesto hasta el 23 de julio de 1938 en que tomó el relevo Enrique Laviña Berenguer. Y por si fuera poco, en el archivo municipal se conserva un bando fechado el 13 de noviembre de 1937 llamando al reclutamiento de nuevas quintas, firmado por Agustín Cuesta Fernández como alcalde en funciones.

Tampoco sabemos cual fue el motivo del primer cambio, pero nos puede dar una pista el saber que Reinerio ha dejado el recuerdo de ser un hombre de paz, amante de la música y director del Orfeón en su mejor época, entre 1924 y 1934, cuando cantaban en él algunos personajes que luego tendrían un papel destacado en la revolución. Por su parte, Comas, fue un ingeniero que llegó a ser director general de minas y ostentó el cargo de delegado provincial de Asturias desde marzo de 1939 a febrero de 1940.

En este caso nos encontramos con un falangista de primera línea, que un año más tarde de la primera matanza, el 20 de noviembre de 1938, publicaba en un bando dirigido a la población estas órdenes destinadas a conmemorar la memoria de José Antonio: «Se reducirá la circulación de vehículos, tanto de tracción mecánica como animal, a lo que se considere más indispensable, pero en este caso haciendo el menor ruido posible. Se colocarán colgaduras con crespones negros en los balcones de todos los edificios? Al día siguiente, 21, se cerrarán toda clase de establecimientos e incluso cafés, bares, tabernas, confiterías, etc.» Sea como fuese, desgraciadamente aquí hay más sangre para nuestra historia.